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miércoles 18 de septiembre de 2024

Viva Veneto, Fellini

Por Sergio Berrocal*

Para Firmas Selectas de Prensa Latina

 

Hace bastantes años, aunque no sé exactamente cuántos -porque entonces el tiempo no apremiaba todavía y no tenías interés alguno en llevar una contabilidad-, pasé cuatro o cinco días en Roma buscando el ambiente que muchos años antes había olido, palpado, casi vivido, en La dolce vita, la película rodada por Federico Fellini y estrenada en los míticos años 60.

Me planté en Via Veneto, principal escenario del filme en el que los espectadores descubrían un mundo que, probablemente, no se repetirá nunca más: los altos fondos de la cinematografía y la mundanidad sin alma, pero con mucha pose; estrellas de cine, estrellitas que querían serlo; directores, ayudantes, ayudantes de ayudantes; secretarias, camareros, griterío, conversaciones. Todo visto y filmado hasta la saciedad por fotógrafos que dormían de día para intentar vivir de noche y poder captar imágenes extravagantes, a veces dolorosas, sonrientes, penosas. Todo el mundo del cine y del estrellato mundano, que se desparramaba como una mancha de café por los bares más a la moda de Via Veneto.

Por supuesto, cuando llegué esa vez, Via Veneto ya no era la misma. En los 10 o 15 años que la separaban de la película se había transformado, de día, en una calle casi burguesa, con mesitas diminutas, grandes manteles de un blanco sobrecogedor para beber un café cargado, servido en liliputienses tacitas blancas que convenía llevar a la boca con la misma parsimonia y solemnidad que un cáliz en la misa.

Eran tiempos de comunión, los años 60, en el cine. Cuando entrabas en una sala de proyección lo hacías con cierta religiosidad, esa es  la palabra que acude a mis dedos. Sí: ibas a comulgar con personajes que luego podrían influir incluso en tu vida, ya lejos de la sala con la pantalla silenciosa y apagada.

“La dolce vita” no es una película cualquiera, es un retrato de una sociedad pintado por largos dedos sensibles, que va más allá de la magia clásica del cine. La primera vez que la vi estuve sobrecogido durante toda la proyección.

La segunda, escogí mi personaje: el periodista mundano y atormentado interpretado por Marcelo Mastroianni, y fue como si él se hubiese pasado al otro lado de la pantalla y se hubiese sentado en el escenario donde orquestinas y cantantes entretenían a los espectadores hasta el momento de la proyección.

Mastroianni me hablaba, me contaba cuán terrible era tener que pasarse la vida persiguiendo noticias rosas, hechos y gestos -infames a veces-, que no cambiarían nada en el mundo pero que una cierta prensa amarilla o rosa reclamaba a gritos. Había que estar donde los grandes de la noche protagonizaban bacanales, que  el contaba un día o dos después en sus artículos.

“La dolce vita” no es una película cualquiera, es el retrato de una sociedad pintado por largos dedos sensibles, que va más allá de la magia clásica del cine. Eran tiempos de comunión, los años 60. Ibas a comulgar con personajes que luego podrían influir incluso en tu vida.

Anita Ekberg, Anouk Aimée, Yvonne Furneau y Magali Noël eran las actrices transformadas en vampiresas de la noche, brujas de un aquelarre de cine, de eternas noches de lujuria, noche de rezos, de besos y mordiscos; a veces con un crespón negro -porque también se moría en la alta sociedad- y, detrás de ellas, Marcelo Mastroianni, protagonista de aquellas payasadas aburridas de gente rica, histérica o desesperada. El guapo Mastroianni, codiciado por todas.

La despampanante sueca Anita Ekberg, y Marcelo detrás de la estrella escandalosa, la prometedora de noticias, de escándalos, y quizá de un buen titular en primera plana: el periodista aburrido, hastiado, que trataba de conseguir esa publicación porque toda su vida, su pobre vida, dependía de aquel titular con su firma debajo del artículo. Ambos se encuentran en la Fontana de Trevi, travesura de Fellini, y entonces, cuando esperas la escena más cutre (pésima), surge una sinfonía que los dos interpretan apenas sin hablarse y apenas sin tocarse. Han dejado de interpretar, de interpretarse, no ven las luces a giorno, que los iluminan como si fuera pleno día. Están solos, querrían quererse pero Fellini manda:“¡Corten!”.

Hay que recordar lo que fueron las suecas en el panorama ajado por la censura eclesiástica de aquella Europa todavía pobre a ratos y casta por necesidad.

En la pantalla, cada uno, cada una, comulgaba con el papel que le había caído en suerte para tratar de salir de ese mundo opresor, al límite del suicidio, que Fellini les había asignado sin más consideración que la necesidad de que el espectáculo siguiese sin fallos, y no demasiados tropiezos, hasta que llegase el momento de poner la palabra FIN. Parece mentira, a mí todavía me lo parece, que los espectadores jugásemos en medio de los salones de los palacios romanos perdidos en la noche, subiendo y bajando escaleras que seguramente terminaban o empezaban en el infierno. No podía ser de otra forma.

Los minutos transcurrían y a ratos el celuloide se atascaba pero, aunque hubiese un alto en la proyección, un incidente con los silbidos usuales, sabíamos que la historia seguiría adelante, que no escaparía nadie y, sobre todo, que nosotros no podríamos escapar al ambiente, a ratos monstruoso, que Federico Fellini había impuesto para contarnos lo que podían ser aquellas juergas de los nobles y millonarios sin una lira, de periodistas con los bolsillos olvidados y fotógrafos,  de los paparazzi que ni siquiera tenían esa lira y estaban siempre a la caza y captura de algo que beber gratis.

Cincuenta y siete años después, nada menos, he encontrado un libro en el que Fellini cuenta a su manera la película, empezando por decir que nunca pasaba por Via Veneto, lo que se asemeja al odio que llega a sentirse por lo que más se amó. Y revela que había tanto tráfico cuando les tocaba rodar que tuvieron que reconstruirla, en parte, en los estudios Cinecitta de Roma, aquel lugar mágico donde Meliès podría haber jugado con los hermanos Lumière y John Ford con Otto Preminger.

Es un pequeño libro, “Fellini por Fellini”, en que el director cuenta de mala gana algunas cosas, muy pocas, de ese cine que le hizo célebre: “Nunca voy al cine, pero si lo hago solo me interesa la historia. Nunca presto atención a los movimientos de cámara, ni a los primeros planos ni a los travelling… Cuando acabo una película lo único que quiero es huir… Odio los festivales de cine”.

La casualidad de la programación televisiva me ha llevado a encontrarme por sorpresa con “La gran belleza” de Paolo Sorrentino, estrenada en 2013 y con un Oscar a la mejor película extranjera. Había pasado por Cannes pero sin llevarse la Palma de Oro. No entiendo, me parece un sacrilegio, querer imitar una película que marcó a generaciones de espectadores, aunque me han dicho que, en realidad, se trataba de hacer una especie de segunda parte de “La dolce vita”. Espero que no sea eso, por la salvación del alma del realizador.

Rodada con muchos medios y demasiados colorines, “La gran belleza” es un filme de presupuesto abultado, escenarios gigantescos, una especie de ópera pagana que no creo le hubiese hecho gracia a Federico Fellini. Para quién haya visto “La dolce vita”, no mirado mascando cualquier porquería pagada a precio de caviar -y la haya entendido-, “La gran belleza” es un intento pretencioso e inútil. Quizá una manera de agradar a ese Hollywood superficial donde el cine tiene muchas veces poco de cine.

Es difícil imaginar que alguien tuviese la locura de volver a rodar “Casablanca” o “Lo que el viento se llevó”. Las películas que marcan una época son tan indispensables como únicas, irrepetibles, imposibles de copiar. Cada una de ellas ha correspondido a una necesidad de un momento vital, a veces simplemente social, en el que se insertan sin contemplaciones vivencias, vidas, muertes, esperanzas y desespero.

Todo lo demás es sacrilegio, ganas de rizar el rizo.

ag/sb

 

*Escritor y periodista francés residente en España.
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