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lunes 16 de septiembre de 2024

Dos ruedas para soñar

Por Sergio Berrocal*

Para Firmas Selectas de Prensa Latina

 

El cine lo ha inventado todo, las modas, los crímenes, las formas de besar, la manera de romper un amor, la forma más elegante de morirse. Si no hubiese habido cine, si a los hermanos Lumière no se les hubiese ocurrido inventarlo, estaríamos todos vagando como los muertos que eran unos vivos de A. Romero. Qué tipo más estupendo. Y además sonreía en las fotos.

El cine, el que alguna vez hizo que nos creyésemos inmortales, irresistibles, capaces de descubrir de nuevo América, ha crecido a nuestra sombra, o nosotros a su sombra, que para el cuento da lo mismo.

Hemos sido felices, nublados o desgraciados de llanto babilónico gracias a lo que nos contaban las películas, rodadas en otro mundo, allá en un lugar llamado Hollywood, donde escritores que ni nos conocían ni sabían de nuestras pobres existencias, inventaban historias para vender película y hacer que la gente tuviese que comprarse una entrada para sentarse en una butaca o en un “gallinero” -esto ya era cosa de países subdesarrollados- y penetrar en una vida de la que no hablabas ni la lengua.

Qué más daba. Ahora andamos por el siglo XXI y seguimos sin entendernos, como si estuviésemos constantemente viendo películas habladas en finés.

Los que escapamos a las dos terribles guerras de la Europa de la insensatez, la I Guerra Mundial (1914-1918) y la II Guerra Mundial (1939-1945) porque éramos demasiado jóvenes  -no habíamos nacido a tiempo para ir a las trincheras rompecorazones- conocimos el estupor de lo que llaman las posguerras: necesidades de primer grado, como comida, vestido, etc.. Y, sobre todo, una absoluta falta de libertad. Porque tras las guerras europeas hubo la Inquisición de los ajustes de cuentas entre vencedores y vencidos.

Algunos tuvimos la suerte de ver todo esto en el cine porque nos había tocado andar en esos momentos en tierras neutrales de África donde, por el contrario, se disfrutaba de la desgracia de los demás. Así es la vida.

Quienes escapamos a las dos guerras mundiales porque no teníamos edad para ir al frente, a través del cine conocimos la dura realidad de las posguerras. Vittorio de Sica nos la mostró en un filme legendario, El ladrón de bicicletas.

Nos contaron esas estrecheces en El ladrón de bicicletas (esperamos que estés en el cielo, maravilloso Vittorio de Sica) y nos dimos cuenta de que las cosas habían cambiado en Europa. Pero todo terminó por arreglarse y allá por los años cincuenta y sesenta se organizó una vida sin tiros ni cabroncetes para darlos.

Vimos, conocimos las primeras maravillas de transportes de ocio con la Vespa, moto graciosa, deliciosamente desvergonzada e italiana, que te llevaba por el mundo con un ruido de motor de gasolina pero a bordo de las cuales surcabas los mares de la ciudad y los vientos alisios siempre te eran favorables. Todo, como siempre, fue por el cine porque  a un norteamericano, William Wyler, se le ocurrió emplear la graciosa Vespa para un enamoramiento más de cine.

Y en Vacaciones en Roma se sacó de la manga a un periodista como todos o unos cuantos soñábamos ser en el futuro, ese Gregory Peck, con traje gris y corbata sin color, que buscaba noticias por Roma cuando se tropezó con Audrey Hepburn, una princesa de incógnito y despistada -todavía había princesas decentes- en quien encontró, imaginó, el reportaje que lo sacaría de la mediocridad porque ya entonces los hombres querían vivir, y los periodistas más, porque eran una clase inferior a cualquier secretario de Estado.

Esto ocurría en 1954 y, si no han visto el filme, búsquenlo y disfrútenlo. La Vespa, con la que te insinuabas por las avenidas, las callejuelas de Roma, esa ciudad que todos imaginábamos tan lejana como inalcanzable, había nacido gracias al cine. Sí, queridos contertulios, ¿puedo llamarles amigos?, sin el cine la Vespa hubiese quedado como una bicicleta con motor, carente de gracia, sin demasiado valor.

Pero tomen una de estas motos y vístanla sencillamente con un Gregory Peck de conductor y Audrey Hepburn agarrándose a él más que desesperadamente y ya tienen el nacimiento de un fenómeno mundial. Porque todos hemos sido Vespa, aunque luego viniese la Lambretta, más fuerte, pero menos guapa, y hasta la Hardley Davidson con Marlon Brando en los mandos.

Mientras la Davidson tiene una historia bastante sulfurosa desde que el francés Serge Gainsbourg la llevó a una de sus canciones más eróticas con Brigitte Bardot -que no se cortaba un pelo a la hora de montarse en una aventura al límite de la decencia-, la Vespa siempre fue la encarnación de la pureza. Las señoritas no tenían que montarla como  amazonas en busca de placeres prohibidos, porque sus faldas monjiles podían desplegarse mientras sus deliciosas manos accionaban los mandos y corrían y corrían hacia donde fuera, pero siempre con una sonrisa de felicidad.

Unos años después, llegó la película de las películas, La dolce vita, y la modesta moto adquirió cartas de nobleza y aventura con los paparazzi que corrían en ellas en busca de la foto que abriría la primera plana del diario del día después.

Ahora las Vespas están cada vez más envueltas en trapos de chapa y los pasajeros tienen que ir con cascos de seguridad. Se pierde el encanto de aquellas cabelleras al viento, de la sonrisa pícara de Audrey Hepburn para enamorar a Gregory Peck.

Eran otros tiempos. Era otra Vespa. Éramos diferentes. Éramos felices. O lo creíamos.

ag/sb

 

*Escritor y periodista francés residente en España.
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