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lunes 16 de septiembre de 2024

El cine de Sancho

Por Sergio Berrocal*

Para Firmas Selectas de Prensa Latina

 

A medida que los pueblos van quedándose sin salas de cine, la gente tiende a buscarse otras fantasías, otras formas de soñar, porque la televisión con sus eternas series cuajadas de horror, violencia a granel y desagradables formas de encarar la vida -salvo las películas edulcoradas que llegan de algunos países de Europa-, deja poco espacio para la ilusión.

Ello no impide que algunos pueblos huérfanos de ese arte tengan la osadía de organizar un festival de cine; sí, de cine, porque lo cortés no quita lo valiente, y muchos piensan que  es cosa de titiriteros analfabetos que no necesitan más que cara dura. Porque en el fondo y en la forma, y sobre todo en el orgullo mal digerido, hay más de una alfombra roja que no se ha pisado y nadie se quiere morir con las ganas.

En tierras de Castilla la Mancha, Cervantes soltó a su inimitable caballero que creía en la imaginación como recurso supremo y, que bajo el sol inclemente, rodaba su cine sin que nadie le dijese que ya estaba el motor en marcha y la cámara presta para rodar.

En la mente del caballero andante surgieron algunas de las más bellas películas que nadie rodó y que probablemente nadie rodará. Todo su caminar delante de un Sancho apacible fue un travelling en el que iban naciendo los guiones que le sugerían sus meninges, desde los episodios de caballería más demenciales hasta la puesta en escena de secuencias amorosas delirantes. Don Quijote no necesitaba de asistentes, maquilladores ni actores. El proveía de todo. Los guiones se desarrollaban a medida que cabalgaba y  su cabeza le enseñaba por donde seguir.

Ay, Dulcinea del Toboso, cualquier actriz de lo que luego sería el cine de los Meliés, y más tarde el de Orson Welles, hubiese dado media propiedad de Beverly Hills por poder interpretarla. Lana Turner, Lauren Bacall o alguna otra, cualquiera de esas muchachitas que hoy -en los terribles años 2000- se cree capaz de interpretar lo que le pongan delante. Todas hubiesen empeñado su alma al diablo, si les hubiesen permitido acoger al Caballero de la Triste Figura en una posada o a la entrada de uno de esos pueblos que los constructores de catedrales, en su infinita locura, quisieron que fuesen eternos.

Pueblos rancios, como rancia es su gente en el uso de aquello que llamamos amabilidad. A cuatro horas de otra provincia, aterrizas en un lugar llamado Almadén, nombre bello y árabe que fuera el orgullo de España por ser el único lugar donde se encontraba un precioso metal -que no estaba en las joyerías- pero que los norteamericanos, pongamos por caso, se llevaban por toneladas para Dios sabe qué menesteres.

Bello mercurio que todos los que tienen edad de razón han conocido en el termómetro que nunca faltaba en cualquier casa. Pero el mercurio es, sobre todo, indispensable para poder sacar oro y plata de las minas. España lo necesitaba en tiempos posteriores al descubrimiento de América y hacia allí lo mandaba en infinitas caravanas. Se usaba igualmente para la construcción de casas antisísmicas. Pero todo tiene su tiempo. Después de siglos de esplendor, el mercurio fue considerado por organismos internacionales de sanidad como nefasto para la salud. Y cayó en el olvido.

Pero en Almadén, la única ciudad que posee una plaza de toros hexagonal construida en 1752, el mercurio está omnipresente. Las minas cerraron pero conservan la función de enseñar a los que no saben que en la extracción de ese metal más que precioso, vital durante mucho tiempo, murió mucha gente. Porque se necesitaban muchos brazos robustos e incansables para arrancarlo del fondo. Y no siempre había voluntarios. Y, cuando la ley lo permitió, se recurrió a esclavos para ese menester.

Esa plaza de toros, que comprende un hotel y un restaurante dentro del recinto, es una maravilla que por sí sola merece la visita y que, sin duda, tuvo mucho que ver cuando la UNESCO designó a Almadén Patrimonio Mundial de la Humanidad. Pero cuando uno se sienta a cenar con el único propósito de contemplar el espléndido albero, a la luz de los focos, resulta que no hay foco que valga; no hay luz, no hay espectáculo para tus ojos. Al parecer, el alcalde de Almadén no se ha enterado del valor de esa plaza bañada de luz y, probablemente, tampoco sabe lo del patrimonio.

Y es que esos señores tienen tantas cosas en la cabeza… Pero ahora que Donald Trump, presidente de los Estados Unidos, ha borrado a su país de la UNESCO, quizá sería una buena ocasión de hacer otro tanto y ahorrar luz. De pura lobotomía, señoras y señores del jurado.

Pero en Almadén, la única ciudad que posee una plaza de toros hexagonal construida en 1752, el mercurio está omnipresente.

Pero la gente de Almadén, que espera esa película nunca rodada sobre la gesta que protagonizaron sin claquetas ni voces de “Se rueda”, sigue sabiendo a mercurio. El pueblo, un encanto de lugar, está habitado en su mayoría por aquellos que dejaron media vida en el fondo de la mina, por causa de la toxicidad del mercurio, y otras veces en los accidentes que nunca faltaban. Otros morían en sus casas consumidos por el metal que les permitió vivir con dignidad y holgura.

Santo John Ford, que seguramente estás en los cielos o en sus alrededores, baja un rato y rueda en estas tierras el western que nunca rodaste. Porque sólo hay una película -que ha corrido por festivales y salas- que recuerde la epopeya del minero del mercurio: “El invierno de Pablo” del cineasta local Chico Pereira.

Historia auténtica la del minero Pablo, que todo el mundo ha conocido en Almadén. Emotivos fotogramas de 2012,  ya casi olvidados. Quedan los otros jubilados de la mina que pasean al sol, cuando hay, y se cuentan sus cosas.

Pero la mina ha muerto antes de que llegara el fin de la película. El mercurio es tóxico, es malo, dicen ahora después de haberse servido de él durante siglos. ¿Será verdad o es que había que acabar con él, porque así mandan los negocios? Como en cualquier película.

ag/sb

 

*Escritor y periodista francés, residente en España.
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