Por Sergio Berrocal *
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
Una mañana de 1958 Salvador Dalí me concedió una entrevista en su cuartel general de París, una suite rococó del Hotel Meurice. Entonces tomé una serie de fotos. Mil años después, por casualidad, una de ellas se ha escapado de una carpeta. No la había visto hasta entonces. Es como haber fotografiado a un fantasma.
En esta imagen, bastante insólita en la iconografía del artista, Dalí ha perdido su exuberante soberbia y ha recobrado la inocencia del perdedor que todos llevamos debajo de la camisa. Una imagen -esa que dicen vale hasta mil palabras-, que contrastaba precisamente con las suyas, llenas de una hiperbólica satisfacción de sí mismo. (Entretanto, la foto, un contacto 6×6, ha vuelto a perderse entre los papeles)
La gente no entiende nada -me decía. En la Edad Media la oreja era el símbolo de la bondad. Representaba todas las buenas cualidades. Yo he pintado La oreja del Ángel inspirándome en la de Su Santidad Juan XXIII. Mide cinco metros y la evalúo en 50 000 dólares… Mirada de cerca representa una pintura abstracta. A cinco metros una Madona sextina y a quince una oreja de Angel.
Diga que tengo la intención de cortarme las mías… Esta nueva modalidad de “pintura auditiva” forma parte de mi movimiento pictórico con base en espirales logaritmicas. He pasado por la coliflor, el caracol y el cuerpo del rinoceronte para llegar a la oreja humana, en cuyo interior se encuentra, a mi parecer, la más perfecta de las espirales logarítmicas. En aquellos años cincuenta, con pretensiones a los sesenta, esos 50 000 dólares eran mucha “pasta” (dinero).
-Pues sí, gano bastante dinero. En mi casa el dinero entra por todas partes. Y no sé adónde va a parar. Tiene que estar entrando constantemente… Para mí, los cheques suponen la coronación de mis esfuerzos.
-En un rincón de la suite, Gala, más mujer que esposa, se tronchaba de sonrisas cómplices y me hacía musarañas. Como Dalí se daba cuenta de mi supina ignorancia en todo lo que concernía al arte, y también en otras cosas, de la oreja pasó rápidamente a otro tema:
-Estoy completamente de acuerdo en que soy un genio, ya que soy el primero en afirmarlo. De todos modos, no hay que decir que yo sea un pintor genial. Esto es imposible ya que actualmente la pintura decae. Soy simplemente un genio… En cuanto a quienes piensen lo contrario, un ataque que venga de una persona inteligente es preferible a un elogio por parte de un imbécil. (Nunca sabré si la caritativa conclusión me estaba destinada).
Luego hablamos de cine:
-Voy muy poco al cine. Tenga en cuenta que, para mí. es un verdadero problema. Mi imaginación transforma inmediatamente los personajes que aparecen en la pantalla cambiándoles de sexo y cosas así… Tanto que cuando cuento la película nadie la reconoce… Mi actriz preferida es Greta Garbo y es a la única que en la pantalla no le cambio el sexo. Estoy tratando de que acepte mi proposición de realizar una “Santa Teresa de Jesús”. Sería un filme místico, con guión mío.
Aquel día tan lejano que, mientras tecleo, me parece tan próximo me soltó dos sentencias definitivas:
-Mi pintor preferido es Dalí… Estoy rodeado de locos
Y creo sinceramente que, de los que estábamos en aquella suite del Hotel Meurice, el único cuerdo era realmente Salvador Dalí. Como en 2004 se cumplieron cien años de su nacimiento, estaba preparando material sobre él y de una carpeta perdida salieron las fotos olvidadas, cuyos negativos se habían extraviado en un viaje entre París y Brasilia o La Habana. Una de ellas ni siquiera había sido conservada en una ampliación. Era simplemente el contacto de un negativo blanco y negro formato 6×6 pegado en un pedazo de cartulina roja
Una vez ampliado en fotocopia, la escena se precisa en un rincón del Hotel Meurice. En un primer plano aparece Gala, vestida con un estricto Chanel. Está muy concentrada, con una media sonrisa de Mona Lisa, sirviendo el té en una mesa baja. A su lado, casi oculto, Dalí da la impresión de haberse olvidado de mi presencia. Se ha sentado en un hueco oscuro como un tenista que después de un set largo y agotador trata de recuperar fuerzas.
No se ha percatado de que, en ese momento, estoy fotografiando a Gala y, en todo caso ni se imagina que puede aparecer en ese segundo plano tan revelador. Se le siente perdido en pensamientos que nada tienen que ver con la locura de La oreja del Ángel. Ha bajado la guardia y tiene las manos cruzadas en el regazo, los ojos tristones y a media asta el orgulloso bigote eternamente embadurnado con crema de no sé qué.
Es como si durante unos segundos, justos los que se tarda en disparar el flash, Salvador Dalí, maestro del surrealismo, genial reidor de todo lo humano y divino, se hubiese transformado en el hombre que era cuando se acababa el espectáculo, cuando ya nadie le pedía que jugase al extravagante Dalí. Como si hubiese recordado que, antes de ser simplemente Dalí, se llamaba Salvador Feline Janice Dalí y era hijo de un acomodado notario. Cosas de la vida de artista.
ag/sb