¿Ciudades para qué? Se preguntaron algún día Astor Piazzola y Amelita Baltar: “Ciudades, fundadas para odiar / Ciudades, tan altas, ¿para qué? / Ciudades, cada vez de pie / Ciudades, al polvo volverán”.
Después, bastante después de que ellos se preguntaran para qué las ciudades, la ciudad se transformó en el eje central de la vida de muchos países. Dejó de ser un lugar y se transformó en un personaje que, unas veces puede devorar y otras olvidar a las personas que transitan por ella. La ciudad actual alberga a seres nómadas, habitantes del mundo antes que del barrio. Inquilinos de la vida que caminan por ella con la incertidumbre a cuestas y la soledad a flor de piel. Tipos humanos que se cuestionan su pertenencia a un lugar, pero se adaptan al viaje. Todas las ciudades les pertenecen y sin embargo no les pertenece ninguna. Son los eternos viajeros de un tiempo marcado por el desarraigo. Por la amistad vía facebook, la realidad vivida en twitter, la memoria recuperada en selfie, instagram o cualquiera de esas redes sociales que pueden ser antisociales. La globalización puso todas las ciudades al alcance de la mano y sin embargo las alejó de la sensibilidad, las deshumanizó. Entonces ocurre, puede ocurrir, que la gente se encuentra y desencuentra en la ciudad de la furia, como alguna vez le ocurrió a Gustavo Cerati y Soda Stereo: “Me verás volar / por la ciudad de la furia / donde nadie sabe de mí / y yo soy parte de todos. /Nada cambiará / con un aviso de curvas / ya no hay fabulas / en la ciudad de la furia”.
Fervor de Buenos Aires
La Ciudad de la Furia de Cerati tiene un punto de encuentro con otra ciudad, que en realidad es la misma,pero muchos años antes, en 1923, la ciudad poética de Jorge Luis Borges en Fervor de Buenos Aires.
El prólogo escrito por Borges para una edición de 1969, describe la importancia que tuvo y tiene ese libro en el que la ciudad es el escritor y viceversa: “No he reescrito el libro. He mitigado sus excesos barrocos, he limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades y, en el decurso de esta labor a veces grata y otros veces incómoda, he sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente- ¿qué significa esencialmente?- el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y de sus dogmas; los dos somos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman. Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después. Por lo que dejaba entrever, por lo que prometía de algún modo, lo aprobaron generosamente Enrique Díez- Canedo y Alfonso Reyes. Como los de 1969, los jóvenes de 1923 eran tímidos. Temerosos de una íntima pobreza, trataban, como ahora, de escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas. Yo, por ejemplo, me propuse demasiada finesa: remedar ciertas fealdades (que me gustaban) de Miguel de Unamuno, ser un escritor español del siglo XVII, ser Macedonio Fernández, descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto, cantar un Buenos Aires de casas bajas y, hacia el poniente o hacia el sur, de quintas con verjas. En aquel tiempo, buscaba atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad”.
En 1976, agrega otras palabras a ese argumento y sigue construyendo su propia ciudad. Las palabras también son la ciudad: “Lo que yo he hecho después es reescribir ese primer libro, que no tiene mayor valor, pero que luego ha ido dilatándose, ramificándose, enriqueciéndose. Y creo que ahora puedo jactarme de haber escrito algunas páginas validas, alguno que otro poema, y ¿qué más puede pedir un escritor?, porque aspirar a un libro ya es demasiado… Una vez escrito algo ya está lejos de mí. Cuando yo escribo lo hago urgido por una necesidad íntima. Yo no pienso en un público selecto ni en un público de multitudes. Pienso en expresar lo que yo quiero decir y trato de hacerlo del modo más sencillo posible. No al principio. Cuando yo empecé a escribir era un joven barroco como todos los jóvenes lo son, por timidez. Es decir, el escritor joven sabe que lo que dice no tiene mucho valor y quiere esconderlo simulando ser un escritor del siglo XVII, o del siglo XX digamos (sonríe). Pero ahora yo no pienso ni en el XVII ni en el XX, trato simplemente de expresar lo que quiero y trato de hacerlo con las palabras habituales. Porque solo las palabras que pertenecen al idioma oral son las que tienen eficacia. Es un error suponer que todas las palabras del diccionario pueden usarse. Por ejemplo, en el diccionario se ve como sinónimas la palabra azulado, azulino, azuloso y creo que azulenco también. La verdad es que no son sinónimas. La palabra azulado puede usarse porque es una palabra común que el lector acepta, en cambio si yo pongo azuloso o si pongo azulino, no, son palabras que van en dirección contraria. Así que la única que puede usarse es azulado, porque es una palabra común que se desliza con las otras. Si yo pongo azulino, por ejemplo, es una palabra decorativa, es como si yo pusiera de pronto una mancha azul en la página. No es una palabra lícita.
Es un error escribir con el diccionario. Uno debe escribir con el idioma de la conversación, con el idioma de la intimidad. A eso se llega con el tiempo, porque es muy difícil que un joven escritor se resigne a escribir con palabras comunes. Posiblemente haya palabras que son comunes para mí y no lo son para otros, porque cada grupo humano tiene su dialecto, cada familia. Posiblemente hay palabras que para mí son comunes y no son para otros… Lo barroco se interpone entre el escritor y el lector. Podría decirse que lo barroco tiene un pecado de vanidad. Si un escritor es barroco, es como si pidiera que lo admiraran. Se le siente al arte barroco como un ejercicio de la vanidad, siempre. Aún en el caso de los más grandes como John Donne y Quevedo. Se siente esa vanidad o soberbia. Hay como una súplica para que lo admiren, o está pidiendo un tributo, lo que es peor todavía. Aunque los dos casos son desagradables”.
¿Y qué son las calles de Buenos Aires en el fervor del poeta?: “Las calles de Buenos Aires / ya son mi entraña. / No las ávidas calles, / incómodas de turba y ajetreo, / sino las calles desganadas del barrio, / casi invisibles de habituales, / enternecidas de penumbra y de ocaso / y aquellas más afuera / ajenas de árboles piadosos / donde austeras casitas apenas se aventuran, / abrumadas por inmortales distancias, / a perderse en la honda visión de cielo y llanura. / Son para el solitario una promesa / porque millares de almas singulares las pueblan, /únicas ante Dios y en el tiempo y sin duda preciosas. / Hacia el Oeste, el Norte y el Sur / se han desplegado -y son también la patria- las calles; / ojalá en los versos que trazo / estén esas banderas”.
Tal vez la furia sea una bandera. Tal vez las ciudades de la furia sean banderas en el mundo de hoy. Tal vez las banderas sean parte de la furia. Tal vez ya no haya fervor, solo furia, tal vez ya no importen las banderas en medio de la furia colectiva…
rmh/kl
*De su libro Mi viaje a Ítaca