Sin embargo, no todos pertenecieron al movimiento vanguardista propiamente dicho, ni se identificaron con sus postulados estéticos. Vanguardia fue la generación decapitada de Medardo Ángel Silva, Ernesto Noboa y Caamaño, Arturo Borja y Humberto Fierro en Ecuador. Vanguardia fue también a su modo el Grupo de Guayaquil y muchos escritores del realismo social en la Generación del 30.
Como dice Benjamín Carrión, refiriéndose a Los que se van: “Volvamos a la tierra nuestra, año 1930. La gran noticia: nace la novela nacional ecuatoriana”, en el entendido de que los autores estaban cambiando la realidad literaria, estaban siendo una vanguardia.
En América Latina, la vanguardia, puede integrarse desde varias corrientes. Hay escritores y escritoras que fueron vanguardia en la poesía y la narrativa, unos sin necesidad de autodenominarse vanguardista otros sumándose al movimiento.
Podríamos mencionar a Horacio Quiroga, César Vallejo, Roberto Arlt, Oliverio Girondo, Felisberto Hernández, Vicente Huidobro, Delmira Agustini, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Macedonio Fernández y tantos otros, vanguardistas a su modo.
Sin embargo, a nivel mundial la denominada vanguardia surgió en Francia en alusión a quienes van adelante del cambio político, social y cultural, en especial a los artistas y escritores que rompieron con lo establecido, experimentaron nuevas formas de comunicarse y propusieron innovar para dejar atrás un pasado que consideraban oscuro.
Así, plantearon un nuevo imaginario cultural, dieron una batalla importante en el terreno de los símbolos, propusieron nuevas estéticas artísticas y literarias, nuevas estructuras, tocaron temas vetados culturalmente, rompieron con la censura y abrieron espacios a la libertad y diversidad creativa. Asumieron a la cultura como elemento fundamental para promover cambios políticos y sociales de largo plazo.
La vanguardia surgió en un periodo de crisis social, política y económica con una latente tensión bélica en Europa. El fin de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y el triunfo de la Revolución Rusa (1917) incidieron profundamente en la realidad del mundo y en particular de Europa, donde surgió una esperanza colectiva de cambios revolucionarios.
Sin embargo, tras una década del 20 esperanzadora, la quiebra de Wall Street, las dificultades de los países europeos en recuperarse económicamente después de la guerra, en particular los vencidos, lleva a una decepción generalizada que será germen para el surgimiento del fascismo, el nazismo y una nueva guerra, pero también para un cuestionamiento del capitalismo como sistema de explotación global.
En lo cultural se evidencia un cambio substancial, provocado por la irrupción del gramófono y en particular del cine. La modernidad y la tecnología se imponen y tiene consecuencias en la cultura.
Los escritores vanguardistas asumen a los poetas Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire y al Conde de Lautréamont, entre otros, como su influencia fundamental. Dentro de las vanguardias, el surrealismo crece en Europa y se traslada hacia América. “Hay que cambiar la vida y transformar el mundo” es la consigna.
Los escritores y artistas critican la realidad, se oponen a los horrores de la guerra, rechazan el tradicionalismo, asumen un carácter experimental permanente, rompen con lo establecido, con las estructuras literarias, involucran al lector en sus historias, asumen la modernidad con técnicas cinematográficas, fotográficas y el collage, retratan sus sueños, sus fantasías y su mundo interior.
En esa lucha ideológica, camino hacia una sociedad donde el individuo pudiese “vivir en plenitud y en libertad”, asumen el humor negro y la ironía como armas y herramientas fundamentales en su creación.
El poeta Guillaume Apollinaire y los narradores Marcel Proust y James Joyce son ejemplos de esa mirada vanguardista.
En España además de Pablo Picasso, Joan Miró, Salvador Dalí o Maruja Mallo en el arte, varios poetas de la Generación del 27 asumieron formas de expresión del vanguardismo y en particular del surrealismo. Algunos ejemplos son Federico García Lorca, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, José María Hinojosa e incluso Rafael Alberti.
En América Latina la vanguardia asumió características propias y se puede mencionar a los poetas Cesar Vallejo, Vicente Huidobro, Oliverio Girondo, Oswald de Andrade, Mario de Andrade, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda y al narrador Alejo Carpentier en las primeras décadas del siglo XX.
El poeta mexicano Octavio Paz definió a la vanguardia latinoamericana como un movimiento juvenil que pretendió destruir la realidad e inventar otra, y en lo estético trascender a través de la ironía y el humor.
En Ecuador se tienen noticias de la vanguardia europea desde los primeros años del siglo XX. El escritor y sociólogo Alejandro Moreano, en su análisis sobre la influencia de la vanguardia en el país, en su ensayo “Literatura de vanguardia: Pablo Palacio. Una línea paralela”, explica que el arte y la literatura vanguardista llegaron antes que el realismo social, como ocurrió en el resto de América Latina. Moreano complementa su análisis con la información mencionada en el libro de Humberto Robles La noción de vanguardia en el Ecuador: Recepción y trayectoria (1918-1934), y afirma:
(…) en el número 10 de Letras (Quito, 1913), Arturo Borja, uno de los poetas de la “Generación decapitada”, publicó una traducción de los Cantos de Maldoror, de Lautréamont; y en 1917 la misma revista publicó una nota de Gastón Picard sobre Apollinaire, con menciones a Picasso y el cubismo.
(…) Pronto, las nuevas propuestas empezaron a fructificar en especial en la poesía: junto a Jorge Carrera Andrade, Gonzalo Escudero y Alfredo Gangotena, surgieron los poetas de la vanguardia: Hugo Mayo, Miguel Ángel León, Jorge Reyes, Ignacio Lasso, incluso Manuel Agustín Aguirre, fundador del Partido Socialista.
Moreano se apoya también en las obras vanguardistas de Pablo Palacio y Humberto Salvador para evidenciar que fueron escritas y publicadas antes que los cuentos y novelas del Grupo de Guayaquil:
El conjunto de la obra de Pablo Palacio, el caso más espectacular de la narrativa de vanguardia ecuatoriana, se publicó antes del nacimiento y desarrollo del realismo social. La publicación de sus primeros cuentos entre los cuales el clásico Un hombre muerto a puntapiés se publicó en 1926. Su principal novela, Débora, apareció en 1927 junto a Novela guillotinada; en 1929 Una mujer y luego pollo frito; la novela Vida del ahorcado, otro de sus textos fundamentales, estaba concluida en 1931 y fue publicada en 1932.
También menciona a Humberto Salvador, quien inició su creación literaria ubicado en la vanguardia y luego se sumó al realismo socialista:
A la vez, En la ciudad he perdido una novela, de Humberto Salvador, apareció en 1930, obra que junto con los libros de cuentos Ajedrez (1929) y Taza de té (1932), del mismo autor, forman el prólogo vanguardista de una obra narrativa, orientada a partir de Camarada (1933) y Trabajadores (1935), también de Salvador, hacia el más radical compromiso político.
En Ecuador, Hélice fue una revista pionera en asumir las propuestas vanguardistas. A ella estuvieron vinculados Pablo Palacio y Gonzalo Escudero. Ahí publicó el narrador lojano algunos de los cuentos que luego se recopilaron en Un hombre muerto a puntapiés. Relatos que tuvieron repercusión inmediata por su ruptura con la realidad literaria en cuanto a estructura, temáticas y personajes, realizando una crítica mordaz a la sociedad.
El poeta Gonzalo Escudero fue uno de los fundadores y colaboradores permanentes de la publicación. En el editorial del número 1, argumentaba la amplitud de la revista a propuestas culturales y estéticas internacionales y decía: “universalizar el arte de la tierra autóctona, porque la creación criolla no exhuma las creaciones extrañas, antes bien las asimila, las agrega”.
Casi 50 años después, en 1973, en el artículo “Nadie conoce bien a Pablo Palacio”, publicado en Anales de la Literatura Hispanoamericana, en Madrid, el mismo Escudero, amigo de Palacio y compañero de camino en el vanguardismo ecuatoriano, hace un peculiar análisis de la vida del escritor. Empieza recordando el día en que lo conoció:
Y era él. Él mismo. Un sujeto que no podía llamarse sino Pablo Palacio. Un hombre bidimensional, hombre sin volumen, ni profundidad. Un hombre vertebrado como pocos, que posee dos ojos de habitante acuático, una nariz de halcón, una epidermis de excelente pergamino para encuadernar toda una biblioteca prohibida, una quijada protuberante a manera de proa de su oscura personalidad, dos tibias como dos bastos de leñador, su sonrisa de azufre –amarilla pálida– que tiende desde la nariz hasta las comisuras de su boca siete arrugas parecidas a siete líneas telegráficas perfectamente paralelas.
Gonzalo Escudero utiliza el humor y la ironía, que compartieron con Palacio, para describir el camino del narrador hacia la literatura, luego de instalarse en Quito, donde inicia una nueva vida:
Desde entonces se convirtió en vagabundo y nómade. Constantemente el violento “¡phs!” de los gendarmes le despertaba de sus ensueños, en las bancas del parque urbano. (…)
Otro día- mientras la ciudad fumaba su humo escéptico desde los cigarros verticales de sus chimeneas y la tierra constipada echaba bocanadas en espirales de bruma-, Pablo Palacio golpeó de nuevo mi puerta. Y entró con su gemebunda línea de canguro. Dejó en mis manos su libro y salió.
Pablo Palacio se había redimido. Un hombre muerto a puntapiés se llamaba el breviario. ¿Cuentos? Sí. Cuentos amargos, acres, helados como la cocaína. Araña de doce garras su libro, puede convertirse en una clepsidra de doce horas terribles. Escorpión que circundado por una elipse de fuego se emponzoña con su propio elixir de veneno. Columpio batiente para los ahorcados. Coz y latigazo a la vez. Jazz-band de la muerte. He ahí el nuevo libro, nacido en Quito y bautizado en un Jordán de brujería por la mano sabia y sarmentosa de un Bautista.
El poeta prosigue analizando la obra del narrador lojano y señala su obsesión de buscar en sus historias las combinaciones necesarias para lograr los mejores relatos, persiguiendo “un álgebra revolucionaria en el arte burgués de hacer cuentos”. En esa persecución, se evidencia la influencia de Isidoro Ducase, Conde de Lautréamont, y la construcción de un universo literario con personajes peculiares:
Pablo Palacio piensa seguramente en un diluvio universal, y como un nuevo Noé está reservando sus parejas zoológicas-machos blasfemos y hembras crueles- para poblar el arca de su espíritu. Así creará su humanidad y su mente, porque ese género humano le colgará desde el mástil más alto de su propia Arca. Y Pablo Palacio sonreirá con su sonrisa de azufre pálido.
Más adelante recuerda y analiza la novela Débora y la compara con una “sagrada misa de la incoherencia”.
Se llama Débora. Y está tratada como una novela. ¿Novela? No. Y sí. Novela con simetría de episodios, con héroes y heroínas, nunca. Novela con seismos, cataclismos mentales, duchas de agua helada, torturas de San Bartolomé, jardines de suplicio, infiernos verdes y humanidad, mucha humanidad, absolutamente. Al leer sus páginas, hemos creído recorrer las celdas herméticas de una casa de orates. La gran casa de orates de los hombres cuerdos. Porque Pablo Palacio es un honrado psicópata que quiere convertirse en psiquiatra. Mercader endomingado de almas, no sabe que su alma es un pabilo que arde en azufre. Porque Pablo Palacio ha alquilado un coqueto departamento del “boarding house” que Satanás arrienda a los chiquillos irreverentes. Es uno de los pocos mortales que ha comprado su inmortalidad de fuego con los denarios de su literatura.
Continúa Escudero describiendo a Palacio y el fuego de su universo literario. La mano de Palacio arde cuando escribe, dice y agrega que seguramente llegará un día en que se aparecerá, cuando el naufragio sea inminente para gritar: ¡Sálvese quien pueda! Entonces remarca algunas frases de sus libros:
Pablo Palacio es un hombre de gozne que descuartiza todo: edificios, mujeres, niños. Que hace abanicos con las calles de Quito. Y se abanica el rostro de acróbata cansado. Su primera súplica es la voz del mandarín betunero que dice: “Ruego una meditación acerca de la inestabilidad mental”.
Y lanza definiciones académicas, cuando murmura: Estar de loco, es como estar de Teniente Político, de Maestro de Escuela, de Cura de la Parroquia. Se puede estar de bruto sin mayor sorpresa de la concurrencia.
Y borda en silencio con las cosas menudas y ciertas, al disertar sobre que: Sucede que se tomaron las realidades grandes, voluminosas; y se callaron las pequeñas realidades, por inútiles. Pero las realidades pequeñas son las que acumulándose constituyen una vida.
Y se torna gemebundo, cuando reza esta soberbia blasfemia real: Hijo de la habitación trajinada, hijo de la agencia humana: tu madre te echará a la calle. Serás ladrón o prostituta. De hambre te roerás tus propias carnes.
Algún día te acorralará la rabia, y, no teniendo cosa más brutal que hacer, vomitarás sobre el mundo tus desechos. Estará bien que devuelvas el préstamo usurario: deyección de una deyección, que es como el monto de operaciones de contabilidad.
Mientras viva, yo le destinaré- en complicidad con Satanás- una vivienda: la casa de Usher de Edgar (Allan) Poe…
Otra perspectiva sobre la vida y obra de Palacio la aporta el escritor Francisco Tobar García en un artículo titulado “Pablo Palacio, el iluminado”, también publicado en Anales de la Literatura Hispanoamericana.
Inicia remarcando que un error común en quienes tratan de desvelar el misterio de la obra y el misterio de la vida de Palacio está en partir de la “realidad” que él quería desacreditar.
…esto es, quieren situarlo todo como si realmente hubiese sucedido y, no sé si logro explicarme, Palacio está más allá de la realidad, él la configura, su vida no puede ser medida con yardas o metros comunes, con reglas. Él se libra de todo. Para entender sus novelas («puras» las llama con razón sobrada Benjamín Carrión, para mostrarlas al lado de la poesía pura) es preciso colocarse al «otro lado de la realidad». ¿Se puede explicar en forma realista un cuento asombroso de Frank Kafka, a quien, por supuesto, no alcanzó a leer Palacio? ¿O un relato de ese otro iluminado, Lovecraft?
El escritor señala que Palacio vivía en su mundo, aunque era ridículamente común cuando quería escapar de la vulgaridad en la literatura:
Cuando ya no sabe cómo describir el sonido de un puntapié en la cara de un muerto, solo alcanza a decir: Fue tan atroz como otro puntapié en la cara de otro muerto. ¡Ahí está la clave!
Tobar García aventura una hipótesis sobre la “locura” de Pablo Palacio y argumenta que un escritor desenfrenado, único, que no quería ataduras, cuando se sometió al estudio de abogado, al rigor despiadado de las leyes y las costumbres, se volvió loco:
Atarse, nada menos. Loco de atar. Lo terrible es que llegó a ser un abogado sobresaliente. Mas, como quien comete un pecado, Palacio escribía en el entretiempo una novela malvada, según su propia confesión (cuando él murió, Carmita, su compañera, mujer de teatro, se la dio a un famoso comediante para que hiciera la versión teatral…; el comediante, en una de sus noches de borrachera, tan quiteñas y teatrales, perdió el original), cuyo título era Ojeras de virgen. Solo han quedado unos capítulos sueltos, arrebatados a la ignominia.
El escritor recuerda que Alejandro Carrión aseguraba que Palacio tenía mucho temor de la locura. Pero sigue desarrollando su hipótesis y asegura que Quito, a esa altura increíble, con sus trescientos campanarios, sus doscientos mil habitantes, las montañas encima, la misma y la misma conversación, le fue volviendo loco:
Para mí, que seriamente Quito afectaba a nuestro autor. ¿No fue él quien la llamó por vez primera “la ciudad maldita”? Todo el mundo se volvía loco, pero de veras. Juventino Arias, íntimo de Palacio, cayó en la locura. Era médico. Enfermó repentinamente y curó de la misma forma. Cuando recobró la razón, lo primero que hizo fue comprar una pistola y darse un tiro. Era médico, sabía que su mal no tenía remedio. Los curas habían casi desaparecido y comenzaban a cundir, como parco reemplazo, los psiquiatras. Estos no te dan la absolución.
Una tarde, en el diario en el que colaboraba, confiesa que desea dejar la literatura por la filosofía y publica el cuento Sierra, en el cual se advierte un odio por la altura, la serranía, el paisaje hostil a tres mil metros de altura:
Era un hombre sin pasado ni futuro realizable. Un despeñado. Sin embargo, no era agrio, no padecía de ese mal de los Andes, la acedía, que no es otra cosa que el reconcomio, el estarse rascando las costras del alma, mientras la música, monótona y golpeante, acaba por hundir en la negación al apestado de tristeza. Pablo vivió con la sonrisa a flor, quizá compadecido de la inmensa estupidez humana. Un solo odio se le conoce: el sentido para quienes estaban en las primeras filas del Templo. Odiaba a los fariseos, los puritanos, esos seres que, avergonzados de Dios mismo, cubrieron con su hipocresía, de la más burda, la humanidad sangrante y supliciada…
Tobar reclama el olvido de Palacio, cuando fue internado luego de ser diagnosticado de “locura”:
Contra ella lucharon los más reputados médicos. Carmita fue vendiendo todo cuanto tenía. El final es asqueante. Casi todos sus amigos lo abandonaron. Al cabo, Carmita no tuvo más remedio que trasladarlo al manicomio de Guayaquil. Ella, constante, hasta su hora final, cuando semejaba emerger inútilmente de un légamo –la locura succionaba sus pies–, la barba larga, roja, enmarañada, los ojos fijos, absolutamente sujetos por la eternidad.
El escritor, al momento de elegir uno de los mejores cuentos de Palacio, resalta el “brillo” de Luz lateral y dice que “es imposible sustraerse al horrendo encanto de esa narración”.
Este relato de 1927, cuenta la historia de un hombre que decide abandonar a su esposa molesto por su costumbre de repetir «¡claro!» al hablar. Tiempo después de la separación conoce a una prostituta y se contagia de sífilis, que deriva en locura.
Finalmente la vida de Palacio tendrá una historia y desenlace similar al cuento. Uno de los tantos casos en que la ficción se transforma en realidad. Así la vida asume a la literatura. Tal vez, inconscientemente, como ha ocurrido con otros escritores, Palacio buscó que la ficción creada por su imaginación fuera realidad en su propia vida. Además, el cuento experimenta con diversos tiempos narrativos a través del recuerdo, el sueño y el momento de la narración.
Tobar finaliza su reflexión, asegurando que la genialidad de Palacio está en haber descubierto el lado cómico de lo inaudito, de lo metafísico.
De ahí que nada me asombre su desmedida y última pasión por la filosofía. Vio más allá. Orate, solitario, acurado en su vestir impertérrito, todavía lo veo como si avanzara por la calle, en Quito, a tres mil metros de altura, cuando todo parece increíble, casi asfixiándose, con una mano en el bolsillo y otra acariciando una nube. Alto, pálido, con el cabello rojizo, la barba descuidada; pastor de iniquidades, como para morir de risa, porque, para los seres comunes, nada hay más gracioso que un lunático.
Pablo Palacio fue un vanguardista en todo el inmenso sentido de la palabra, un adelantado para su época y terminó derrotado, como terminan casi todos aquellos que tienen la capacidad de adelantarse, de ver más lejos que el resto, de buscar caminos diferentes cuando es necesario y comprometerse con honestidad en esa búsqueda, aunque en eso les vaya la vida.
*Autor del libro Benjamín Carrión, memoria cultural e integración latinoamericana UN ESCRITOR INSULAR Cuaderno 2
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