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sábado 7 de septiembre de 2024

Recuerdos de Margot, mi madre, en sus 15 años de ausencia

Por José Luis Díaz- Granados

Mi madre rebasó los 95 años. Era de la raza fuerte de sus ascendientes riohacheros, y como ellos, poseía un carácter generoso y enérgico al que aunaba una colosal voluntad de hierro.

Mi abuelo, José María Valdeblánquez- primogénito del coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía y de Altagracia Valdeblánquez Meza-, enviudó de Manuela Moreu Fernández en 1932 en la plenitud de su vida y ese mismo año viajó con sus ocho hijos a Bogotá, donde se desempeñó como abogado, periodista y político. Fue senador de la República junto al dirigente conservador del Magdalena, Joaquín Campo Serrano.

Mi madre, aún adolescente, ingresó a la Escuela de Bellas Artes donde se relacionó con prometedoras artistas bogotanas como Carolina Cárdenas, Fanny Montaña Cuéllar y Alicia Cajiao Zamora, con quienes compartió la rica experiencia del pincel y del cincel en la búsqueda constante de expresiones cromáticas, o a través de los trazos, las formas y las reinvenciones de la vida, los gestos y los objetos, bajo la dirección de consagrados maestros como Miguel Díaz Vargas, Coriolano Leudo y Luis Alberto Acuña, entre otros.

Me cuentan que mi madre salía con su caballete, su caja de pinturas y su paleta, y en los mediodías se instalaba en el Parque Santander, en pleno centro de Bogotá y se ponía a dar rienda suelta a sus más profundos proyectos estéticos. Naturalmente, no tardaba en verse rodeada por la curiosidad de los transeúntes que la veían recrear el género humano, en medio de aquella colmena curiosa que admiraba a la vez las pinceladas en el lienzo y aquel genuino rostro guajiro, moreno claro, de ojos orientales bajo las cejas finas y cabello negro cubierto por una boina roja, que escondía su dejo caribeño tras unos labios provocativos adornados de rouge.

Cuando se dirigía con sus compañeras a horas tempranas a la escuela, muy cerca del Capitolio Nacional y del Palacio de la Carrera, los elegantes cachacos en las esquinas se quitaban el sombrero y les dedicaban poéticos piropos. Estos caballeros eran, entre otros, Jorge Eliécer Gaitán, Juan Lozano y Lozano, Alberto Lleras Camargo y el poeta Rafael Maya. De este último mi madre conservó un bellísimo soneto que escribió de su puño y letra en su álbum de autógrafos, donde también sus maestros trazaron finos bocetos figurativos.

Mi madre se dedicó al hogar una vez se casó con mi padre- Manuel José Díaz-Granados Cotes, abogado y economista de la Universidad Libre-, en 1941. Se radicaron en dos ocasiones en Santa Marta, pero la mayor parte de sus vidas transcurrió en Bogotá. En la década del 50 el matrimonio entró en crisis. Los constantes desplazamientos de mi padre a diversos lugares de Colombia, donde se desempeñaba como planificador en los nacientes departamentos y municipios, fueron formando una grieta creciente en la relación, hasta que ésta se fue terminando sin que oficialmente se afirmara.

En medio de una familia conservadora, como era la de mi abuelo materno y de una sociedad machista, mi madre se dedicó a su arte pictórico y escultórico- había elaborado en su juventud un hermoso busto de Voltaire que mi padre siempre mantenía en su oficina de abogado en el Edificio “Stella” del centro de Bogotá-, que derivó hacia la nada competida labor de restaurar imágenes y porcelanas, que aprendió con un afamado ceramista llegado de España, el bilbaíno Juan José González Urquijo, y en esa forma pudo sostener el hogar, hasta que la muerte sorprendió a mi padre en 1966, cuando se hallaba trabajando en Fundación, Magdalena.

Posteriormente, mi madre- con una voluntad ejemplar y por encima de diversas dificultades y prejuicios-, se dedicó durante más de tres décadas a las labores docentes como profesora de dibujo, pintura y manualidades en diferentes colegios estatales de Bogotá. Entrando en la tercera edad, Margot obtuvo su merecida pensión de jubilación.

En 1983 viajó al Canadá donde pasó algunos meses con mi hermano Manuel y su familia; dos años más tarde, Manuel, Felipe y yo le organizamos una deliciosa travesía por su ámbito natal y de infancia- en Santa Marta, Barranquilla y Cartagena-, y luego vivió una prolongada vejez, que dedicó nuevamente a las bellas artes y a consentir a sus nietos.

En 1996, a los 82 años, realizó su primera exposición de pintura, la cual se denominó La memoria de la estirpe- distintivo con el que su primo Gabriel García Márquez la distinguió siempre- en el “Acuario de las Artes” de la Universidad INCCA de Colombia, gracias a los buenos oficios de su directora cultural, la poeta Lilia Gutiérrez Riveros.

En marzo del año 2000 viajó a Cuba donde pasó una buena temporada conmigo, mi esposa Gladys, mis hijos Federico y Carolina y mi nieto Sebastián. Durante ese lapso no hizo otra cosa que evocar los sitios de su infancia, pues en su naciente senilidad, creía ver en la belleza de La Habana Vieja, en el esplendor de las mansiones de El Vedado y en la riqueza y exuberancia de la vegetación de la capital cubana, rasgos similares a la belleza, el prodigio y las maravillas de Santa Marta, Barranquilla, Cartagena y su natal Riohacha.

A su regreso a Bogotá, su memoria se fue menguando de manera progresiva, aunque lenta, sin que en ningún momento dejara de repetir en voz alta los poemas que había aprendido en su remota infancia en Santa Marta, muchos de los cuales influyeron en Manuelito, en mí y en Felipito, de manera rotunda desde los años 50:

“La cabeza del rabí” de Rubén Darío, el “Nocturno” de José Asunción Silva, “El dulce milagro” de Juana de Ibarbouru, la “Glosa de mi tierra” de Alfonso Reyes, los sonetos de “Tierra de promisión” de José Eustasio Rivera, “La magnolia” de José Santos Chocano, “Santa Marta” de Aurelio Martínez Mutis, poemas de Leopoldo Lugones, Guillermo Valencia, Julio Herrera y Reissig, Amado Nervo, Luis Gonzaga Urbina, León de Greiff, Federico García Lorca, Rafael Maya, Gabriela Mistral, Pablo Neruda y de otros más, en los que su extraña memoria perfecta no falló jamás una rima ni una sílaba de las métricas, pues los había copiado desde niña con su fina caligrafía en un álbum en el cual los acompañó con acuarelas y viñetas de su propia invención.

Envuelta en la más dulce y tranquila dimensión de serenidad y regocijos recónditos, vivió sus últimos años rodeada del más cálido afecto por parte de sus seres queridos. El 13 de julio de 2009, Margarita Policarpa Valdeblánquez Moreu- la inolvidable Margot-, exhaló su último suspiro en Bogotá, en medio del amor y la gratitud de todos aquellos quienes la admiramos y la amamos de manera ferviente desde siempre y para siempre.

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