Por Luis Mesina
Durante 1983 y 1986 se produjeron masivas e intensas movilizaciones a lo largo y ancho del territorio nacional contra la dictadura, el saldo que hubo de pagar fue muy alto. Fueron miles los que sufrieron las consecuencias. La tortura, el exilio, las relegaciones, la cárcel y centenares perdieron sus vidas luchando contra la tiranía.
Fue la época de las “protestas nacionales”, convocadas por las organizaciones sindicales agrupadas en ese entonces en el Comando Nacional de Trabajadores (CNT), y que contaron siempre, con el apoyo de organizaciones populares, mayoritariamente conformadas por pobladores.
En esos años comenzaron a rearticularse los partidos políticos, proscritos desde el golpe de Estado de 1973. Los partidos de izquierda mayoritariamente lo hicieron cobijándose en las sedes sindicales. En ese periodo las grandes movilizaciones y protestas estuvieron a punto de hacer caer al régimen dictatorial, sin embargo, algunos, prefirieron adecuarse al itinerario que el propio dictador- de la mano de Jaime Guzmán-, había diseñado en su constitución espuria.
La Alianza Democrática, agrupación política que precedió a la Concertación, integrada mayoritariamente por la DC y el “socialismo renovado”, pusieron el freno de mano y, a través de sus dirigentes sindicales ubicados en los grandes sindicatos-mayoritariamente democristianos- y con el patrocinio de la jerarquía eclesiástica, se dieron a la tarea de conducir el proceso respetando los marcos establecidos en la Constitución Política. De ahí en adelante los dirigentes sindicales y populares fueron desplazados de la conducción y, junto con ello, las más sentidas demandas pasaron a ocupar un lugar de menor importancia.
El 5 de octubre de 1988 debía celebrarse el plebiscito que zanjaría la continuidad por ocho años más de Pinochet o si se abriría el país a efectuar elecciones en los siguientes años. La oposición de la época enfrentó al dictador con una consigna que expresaba ese anhelo que el país demandaba: “Chile, la alegría ya viene”. La oración estaba formulada en tiempo futuro. El sujeto “Chile”, representaba al conjunto de la población, al cual se le ofrecía, no en términos inmediatos, sino en un futuro indeterminado la “alegría”. De ahí, que el predicado “ya viene”, no fuese más que una promesa, cuyo cumplimiento no aparecía con fecha determinada, sino como algo inmaterial, difícil, sino imposible de hacer cumplir.
Cuando Pinochet terminó su mandato en 1990 y hubo de traspasar el mando a Patricio Aylwin se creyó que también terminaba el régimen político sobre el cual había descansado la tiranía. Comenzaba la transición a la democracia. La democracia, régimen político tan ansiado por las mayorías, sería el que le sucedería después de soportar largos 17 años de autoritarismo.
Estamos a 36 años del triunfo del NO y a 34 desde que la Concertación de Partidos por la Democracia alcanzara la conducción del país y no solo no se acabó con los fundamentos impuestos por el régimen político dictatorial, sino que muchos de ellos cambiaron su apariencia, pero, en lo sustantivo mantuvieron los pilares del modelo impuesto sin ninguna transformación relevante.
Las consecuencias de ello, no es solo que la “alegría” para muchos no llegó, sino que para otros las condiciones de vida se agravaron. Algo de lo que se han pavoneado los gobiernos que le siguieron, Frei, Lagos y Bachelet uno, es que algunos indicadores referidos a sueldo mínimo, empleo, pobreza mejoraron sustantivamente. Eso es efectivo, pero en comparación con indicadores del periodo de la dictadura, en que ciertamente, cualquier política pública iba a mostrar mejores resultados, lo que no era sinónimo de mejoramientos reales.
Fueron dos décadas al menos que la Concertación de Partidos por la Democracia instaló un relato de exitismo, “somos los mejores de la región”. Como reza un proverbio “todo tiempo tiene su fin”. A veinte años de iniciada la “transición” y cansados de un modelo que no acababa con las grandes injusticias, sino que las profundizaba, los estudiantes comenzaron la década pasada con grandes movilizaciones, el fin del CAE y la demanda por una educación pública y gratuita alcanzaron el apoyo transversal de la población. Le siguieron las luchas ambientalistas, principalmente contra el megaproyecto de HidroAysén. Continuaron con las grandes marchas en todo el territorio nacional contra las AFP y luego, el movimiento feminista puso en el centro los derechos de las mujeres. Era evidente que la transición no terminaba, ya que las demandas estructurales continuaban.
Llegó la rebelión de octubre de 2019, que abrió un proceso constituyente y nada cambió. Llegaba un nuevo gobierno, Gabriel Boric investido de un pasado ajeno a las prácticas espurias en la que convirtieron la política los viejos dirigentes de la concertación. Ahora, llegaba sabia nueva, impoluta. Portadora no solo de una estética transgresora de lo convencional, sino que, provista de una nueva moral y de un nuevo relato que hacía sentido a quienes estaban hartos de la demagogia, de la corrupción y de la impunidad, en especial a quienes estaban hartos de la Concertación.
Había confianza, había esperanza y fe en que las cosas cambiarían, que serían mejor. Ni lo uno, ni lo otro. Las cosas no han cambiado y tampoco han sido mejores. Un solo dato: esta última década, que comienza en 2014, Chile ha crecido apenas un 1,9 por ciento promedio anual, desempeño más bajo que el promedio mundial, lo cual se traduce en que nuestro país está sumido en una “larga tendencia al estancamiento” con graves consecuencias e implicancias sociales, políticas y morales. En especial por la escasa capacidad para crear empleos, agravado desde el 2020, por las políticas contractivas impulsadas por el banco Central que, mediante las tasas de interés y su obsesión por el control de la inflación, han provocado efectos dramáticos para las personas y para la economía.
Chile se está empobreciendo a una velocidad abismante. La transición a la democracia abierta por Aylwin en 1990 cumple 34 años y los fundamentos esgrimidos en aquella época, tanto políticos como económicos, para ponerle fin no han cambiado.
Quizá se han agravado, en especial, por la descomposición política que muestra el régimen actual, incapaz de enfrentar las transformaciones estructurales que se requieren y más bien dispuesto a contentarse con ser un administrador del sistema que, al final, solo puede exhibir mediocridad e incoherencia ante las y los chilenos que observan atónitos como la sociedad avanza hacia el precipicio sin que se vea una salida en lo inmediato. Pero, como todo tiempo tiene su fin, es probable que, pronto, comencemos a ver nuevamente la esperanza de un país mejor, más justo y menos corrupto.
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