«Esto no lo dejaremos pasar», fue la frase rimbombante del presidente Boric ante el apagón que afectó a todo Chile continental el martes 25 de febrero dejando a millones de personas sin el vital suministro de electricidad.
La pregunta que la mayoría se formulaba y se formula, es ¿qué pasó? Y dice relación con el nivel de vulnerabilidad que tiene nuestro país ante una falla de la magnitud de este siniestro.
Pues, no fue producto de un gran terremoto, seguido de un maremoto o de un temporal en que se desbordaran ríos y se anegaran pueblos y ciudades; tampoco fruto de un incendio incontrolable que destruyera cableados o redes de transmisión. No, este fue un apagón ocurrido en un día cualquiera, en un día normal, donde ningún suceso de la naturaleza pudo haber alterado el habitual funcionamiento de este esencial servicio que actualmente deben garantizar empresas privadas.
Lo grave es que pasan los días y nadie, a la fecha, ha podido explicar racional y responsablemente qué es lo que sucedió.
Sabemos como chilenos- pues lo hemos padecido no en una, sino en un número considerable de episodios- que las empresas privadas encargadas de garantizar servicios vitales no cumplen. La electricidad, el agua, las telecomunicaciones y la telefonía cada cierto tiempo incumplen en su responsabilidad de garantizar el adecuado servicio por el cual la ciudadanía paga, y no poco.
Lo que en realidad ocurre, es que la normativa establecida en el país es de una extremada permisividad para que operen estas grandes compañías- la mayoría de ellas de capitales foráneos-, en la más absoluta impunidad, al punto que cualquier sanción que finalmente, y luego de mucho tiempo se imponga, aparecen como irrisorias si se comparan con el daño o los daños que provocan.
Es, por tanto, necesario reabrir el debate que en Chile hace muchos años ha estado impedido de realizar.
¿Deben los servicios estratégicos o básicos como el agua, la electricidad, las comunicaciones, estar bajo la égida del mundo privado? ¿O, por tratarse de bienes que el conjunto de la sociedad está obligado a utilizar en tanto su carácter esencial lo convierte en irremplazable y vital para su subsistencia, debiera estar alejado del mundo privado y más bien, garantizado por el Estado?
Esta discusión no es ajena a la controversia actual en donde el mundo vinculado al capital tiene la hegemonía sobre la materia.
Convertido en una suerte de mantra, se ha instalado sin grandes contrapesos la idea que lo privado es eficiente y lo público su contrario. Ello, instalado por un discurso de quien domina y controla el acceso a los medios de comunicación. Sin argumentos sólidos y sin que referentes políticos o ideológicos contraríen el sofisma de lo privado por sobre lo público.
Y es que tiene que ver con el abandono de quienes en el pasado reciente defendían lo público. El triunfo quizá más relevante del capitalismo en la era presente sobre las concepciones socialistas o estatistas se produjo con la caída del muro en 1989.
El fin de la historia anunciado por los agoreros del socialismo cautivó a muchos ilusos, también intimidó a quienes, sin muchos argumentos sucumbieron ante la caída del paradigma soviético que mostraba su ineficiencia para administrar lo público, dando vía libre para el impulso de la arremetida privatizadora en todo el orbe.
La izquierda de ese entonces, y la de ahora, representada principalmente por la socialdemocracia y por algunos resabios de un estalinismo mediocre, ha sucumbido a todo. En Chile y el resto del mundo se ha terminado abrazando la máxima de que la eficiencia es propio de lo privado y en tal sentido, cualquier iniciativa tendiente a reabrir la discusión sobre la conveniencia de que el Estado disponga del control de áreas importantes, estratégicas de la economía, resultan extemporáneas y por tanto innecesarias de debatir.
Sin embargo, lo que viene mostrando la evidencia empírica es que tal axioma no es correcto. No es el carácter de la propiedad lo que determina lo eficiente o no de una determinada empresa, en este caso de una empresa estratégica.
Lo que sí es determinante para garantizar el adecuado servicio de ese bien a la población, es que, dado su carácter vital, lo convierte en estratégico y por tanto, no puede estar sujeto a la lógica privada, en tanto ella está subordinada a la consecución de resultados, cosa que no ocurre cuando este se trata de un bien esencial administrado por una entidad cuyo fin no es el lucro, sino la responsabilidad de otorgar y garantizar un determinado bien que al fin de cuentas por ser esencial, se convierte en un derecho.
El agua, la electricidad, las telecomunicaciones son bienes esenciales, básicos, de primera necesidad, son bienes públicos, no privados. En tanto adquieren esa categoría se convierten en derechos inalienables de las personas, sin los cuales resulta prácticamente imposible, o al menos, muy difícil subsistir. En tal sentido, su carácter público y no privado adquiere una importancia relevante que es preciso definir.
Si se halla en el campo de lo privado, impedirá que el abordaje sobre la eficiencia del otorgamiento del servicio sea objeto de discusión como viene ocurriendo en Chile en las últimas décadas. Si, por el contrario, se halla en el ámbito de lo público, estará sujeto al escrutinio de quienes conforman lo público, es decir la sociedad, la población objeto de ese bien o servicio al cual tiene derecho.
Ese dilema está presente en el Chile de hoy. Los servicios básicos a los que tiene acceso la población son derechos, y si son derechos ¿quién debe garantizarlos?
Es el debate que con urgencia nuestro país necesita.
De lo contrario, frases como la de Gabriel Boric que suenan resonantes no serán más que eso, frases que se las lleva el viento y mientras tanto las empresas privadas continuarán lucrando con los servicios básicos, que cada cierto tiempo dejan a la población en la más absoluta orfandad sin que nadie se haga responsable.
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