Por Gustavo Espinoza M.
Un día como hoy, hace 76 años, se produjo en el Perú lo que podría considerarse el último Golpe Militar Clásico, inscrito en los parámetros diseñados en ese entonces por el gobierno de los Estados Unidos y ejecutado para detener el ascenso de los pueblos de nuestro continente y sus luchas. Fue Manuel Apolinario Odría el que llevó a cabo la acción sediciosa que derribó al gobierno constitucional de José Luis Bustamante y Rivero, el primer presidente de orientación progresista, electo en el Perú con las banderas del Frente Democrático Nacional.
A ese arquetipo de acciones armadas correspondieron los ”pronunciamientos” de gentes como Luis M. Sánchez Cerro, Oscar R. Benavides, Anastasio Somoza o Fulgencio Batista; pero sin duda se “perfeccionaron” a la luz de ciertos caudillos renovados ya en ese entonces como Marcos Pérez Jiménez, Gustavo Rojas Pinilla, Rafael Leónidas Trujillo, Manuel Odría o Alfredo Stroessner, que les sobrevivió a todos.
Fue tan clásico, el Golpe del 27 de octubre de 1948 que nuestro poeta Martin Adán lo comentó diciendo: “el país ha vuelto a la normalidad”. Y es que “la normalidad” consistía en tener en el gobierno a un uniformado que, incentivando el “patriotismo” ciudadano, martirizaba a la población y hacia suyas las arcas fiscales. Eso se repetía con extraña similitud en varios países del continente. Era como una cartilla dictada por la Escuela de las Américas. La mano yanqui operaba sin tapujos.
Eso ocurría antes de 1959, cuando América Latina era un inmenso granero en el que se mantenían en depósito las materias primas que luego los consorcios imperialistas se llevaban para convertirlas en producción industrial. Después de ese año, la Revolución Cubana cambió las reglas del juego y la región se convirtió en un campo de batalla en el que los pueblos luchaban valerosamente por recuperar sus recursos básicos. Las intervenciones militares, entonces, alcanzaron otras características.
El cambio tuvo que ver con un fenómeno inédito: la adquisición de una cierta conciencia política en altos mandos de la institución castrense en diversos países. Apareció así en el más pequeño rincón de América – el Uruguay- un núcleo militar avanzado liderado por el general Liber Seregni, que fundaría el Frente Amplio. Él postuló un cambio en el rol de la institución armada, que hubo de tomar matices de combate ya en la Venezuela de los años 60 en Carúpano y Puerto Cabello, cuando unidades militares bolivarianas se alzaron contra el régimen crecientemente reaccionario y corrupto de Rómulo Betancourt.
En Chile, a fines de los 60, asomó un núcleo constitucionalista, cuyos exponentes más desatacados fueron los generales René Schneider y Carlos Pratt. En el Perú, Juan Velasco Alvarado y los coroneles que lo acompañaron en octubre del 68; en Bolivia, Juan José Torres, también asesinado en Buenos Aires años más tarde; en Panamá, Omar Torrijos.
En Washington, espantados, los halcones hablaron de “los generales rojos”, e idearon una nueva “operación militar” esta vez premunida de un aditamento ideológico, una suerte de vacuna anticomunista producida a través de un proceso siniestro: la fascistización de la Fuerza Armada. De allí salieron esperpentos: Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla. Pero se sumaron civiles con mentalidad castrense y el mismo perfil: Alberto Fujimori, Jair Bolsonaro y Javier Milei.
Si Velasco y los militares progresistas de nuestro continente pensaron en transformar la Fuerza Armada, que hasta ese momento desempeñaba el papel de cancerbero de la oligarquía, para convertirla en herramienta liberadora de sus pueblos, en realidad se colocaron una valla muy alta y que hoy luce aún más difícil de alcanzar. Pero no se trata tampoco de un sueño irrealizable.
En todos los tiempos -y con mayor razón en el nuestro- la lucha de clases atraviesa todos los linderos de las sociedades y se expresa en múltiples formas, Y en las instituciones castrenses, así como hay oficiales de alcurnia, también los hay de pueblo, que conocen la realidad, y ambicionan realmente cambiarla. Bien puede ocurrir -y de hecho sucede- que en las instituciones armadas exista una cúpula corrupta comprometida con acciones dolosas. Pero “los mandos” se renuevan con frecuencia y no siempre los que ascienden responden a lo mismo. Esa es, en el fondo, la razón por la que la clase dominante, ve siempre con desconfianza a los uniformados. Busca usarlos en su provecho, pero procura prescindir de ellos cuando no los necesita.
En el Perú, hoy ocurre un fenómeno peculiar; “los de arriba” ya no pueden seguir gobernando como lo hacían antes. Incluso saben que si convocan a elecciones, habrán de perderlas, porque ahora se enfrentan a un pueblo literalmente sublevado. La movilización reciente y el Paro del 23 de octubre lo han confirmado.
Es posible entonces que, en esa incertidumbre, opten por alentar un Golpe Militar al estilo Odría que bajo el pretexto de “tranquilizar al país” y “devolver el orden”, simplemente deje sin efecto cualquier consulta electoral, y busque asegurar un sistema de dominación que le permita a los poderosos afirmar su control del Estado.
En otras palabras: resucitar el viejo esquema de la República Militar. Hay que decirles que están jugando con fuego.
rmh/gem