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domingo 15 de junio de 2025

Socialismo en un solo país. ¿Es posible? ¿O procesos de integración regional? (I)

Por Marcelo Colussi

I

Partamos del siguiente planteo: por supuesto que es posible el socialismo. En otros términos: es imprescindible construir una alternativa post capitalista.

El actual sistema, que prácticamente se extiende por todo el mundo, salvo algunos puntos que intentan otro modelo, ya ha dado sobradas muestras de lo que es: inconmensurables beneficios para una pequeñísima élite (menos del uno por ciento de la población mundial), acceso medianamente digno a los satisfactores básicos para una pequeña porción de la humanidad (15 por ciento) y penurias indecibles para las grandes mayorías (el resto, que es nada menos que el 85 por ciento de quienes hollamos este planeta). El modelo capitalista, aunque quiera, no puede resolver los grandes problemas que aquejan a la población global, pues no es que no lo desee, sino que, sencillamente, no está en condiciones de hacerlo. El motor que lo alienta es la tasa de ganancia y la interminable acumulación; es por eso, por ese ADN constitutivo, que no puede repartir la incalculable riqueza que produce. Prefiere botar comida antes que perder ganancias (mientras arrecia el hambre); opta por destruir la naturaleza para seguir obligando a consumir y sacrifica mano de obra humana reemplazándola por robots e inteligencia artificial para no perder, aunque luego no haya a quien venderle lo producido. ¡Una total locura!

Dicho de otro modo: este sistema nos está condenando a la barbarie: destruye nuestra casa común, el planeta Tierra, en búsqueda insaciable de más ganancia, y deja la guerra como un expediente siempre posible cuando se traba. ¡Vaya salida: la guerra! Eliminar gente y destruir parte de la obra humana para luego reconstruir y seguir acumulando. Es patético. Pero eso es el capitalismo. Es por ello que hay que terminarlo de una buena vez.

El socialismo, como propuesta que va más allá del lucro empresarial privado intentando comenzar a construir un nuevo sujeto más solidario y menos individualista (intento que, de momento, está aún muy en sus albores) ha dado grandes pasos. En la primera mitad del pasado siglo logró constituirse como poder estatal en varios países, habiendo logrado importantísimos avances en todos los campos: social-humano, científico-técnico, artístico, poder popular, ético. El capitalismo no se lo perdonó y atacó furioso para evitarlo. Pese a ello (25 millones de muertos en el ataque nazi a la Unión Soviética, 400 mil toneladas de napalm y 72 millones de litros de agente naranja sobre Vietnam, 62 años de implacable bloqueo contra Cuba, creación de Al Qaeda para frenar la revolución afgana), las experiencias socialistas avanzaron. Pero en ese mar de capitalismo agresivo, se le hizo muy, terriblemente muy cuesta arriba continuar su camino. De ahí que asistimos a procesos que pueden dejar consternados: cae el Muro de Berlín, China adopta mecanismos de mercado, y otros países socialistas más periféricos quedan desamparados. ¿Fracasó el socialismo?

II

De ningún modo fracasó, porque logró lo que el capitalismo no puede: alimentar, educar y promover salud para toda su población, junto al despegue de las ciencias y de las artes, con acceso para todas y todos a la cultura, con una alta educación superior gratuita (para graficarlo: Cuba, pese al inmisericorde bloqueo, fue la única nación del Sur global que logró una vacuna efectiva contra el Covid-19 durante la pandemia, vendida al mundo a precios solidarios). Se podrá decir, como crítica envenenada desde los países de libre mercado, que en el “mundo libre” no hay que hacer cola para conseguir la ración diaria de comida como pasa en el socialismo. Es probable. ¡Pero en los sitios donde la clase trabajadora tomó el poder, toda la población se alimenta bien! Toda. Eso no pasa en ningún país capitalista, donde junto a la obesidad de algunos se da la desnutrición de muchos, incluida también su principal superpotencia, Estados Unidos, en el que 34 millones de personas (en cuenta nueve millones de niños) viven en hogares con inseguridad alimentaria mientras se desperdician 60 millones de toneladas de comida al año (40 por ciento del suministro alimentario nacional). ¿Dónde está el fracaso: en que en los países socialistas no existen shopping centers lujosos abarrotados de ropa de marca, relojes Rolex y bolsas Louis Vuitton, en que no circulan Ferraris y Lamborghinis por la calle, en que no existen paraísos fiscales? Si ese es el criterio para hablar de fracaso… ¡doblemente patético!

La economía planificada del socialismo, sin la más mínima duda, trajo grandes avances a la población de las 15 naciones que formaron la Unión Soviética. Lo que queda claro es que el proyecto socialista que impulsó el Partido Comunista no pudo desembarazarse de la lógica capitalista, mercantil e individualista. Eso abre el interrogante de si es posible construir el socialismo, tránsito hacia la sociedad comunista, en un solo país, en una isla en el medio del mar capitalista (que es siempre un mar altamente embravecido, con peligrosas olas que ahogan). El cubano Yassel Padrón se lo cuestiona: “El principal error que se cometió en el socialismo real fue competir con la producción capitalista en su propio terreno”. La consideración es muy válida, y plantea la pregunta: ¿qué se esperaba de una sociedad regida por la clase trabajadora, donde desaparecen los propietarios individuales de los medios de producción: que se entrara inmediatamente en un paraíso terrenal? La experiencia mostró– y habrá que seguir profundizando sobre eso– que siguieron existiendo grupos privilegiados (la Nomenklatura, para el caso, fenómeno que, con sus características particulares, se repitió en todas las experiencias socialistas).

La edificación de una nueva ética socialista es vital. Si ese punto anotado por Padrón podía tener sentido un siglo atrás, hoy día, con una sociedad totalmente globalizada donde todo el mundo está relacionado y en dependencia de todo el mundo, en la actualidad lo tiene mucho más. El ataque impiadoso del capitalismo y la necesidad de sobrevivir llevaron a la Unión Soviética a seguir caminos que no pudieron alejarse de la cultura capitalista. Los oropeles del consumismo siempre siguieron ahí, como tentación latente. ¿Por qué, si no, aparecería una economía subterránea, en negro y muy corrupta, y nuevos oligarcas, los cuales años atrás hablaban un lenguaje marxista (seguramente, sin estar muy convencidos)? El capitalismo de Estado que pudo implementarse no pudo seguir el ritmo de la acumulación capitalista de las potencias occidentales, fundamentalmente de Estados Unidos. La introducción de un socialismo de mercado durante la perestroika de Gorbachov‒ reedición de la Nueva Política Económica –NEP– de la era leninista‒, para impulsar una modernización y un salto cualitativo, terminó llevando el experimento lisa y llanamente hacia el capitalismo.

La experiencia china tomó nota de ello y no se repitieron similares errores, por eso siguió otro curso. ¿La milenaria sabiduría y paciencia china hicieron la diferencia? Es muy probable. De todos modos, ello no quita que en la República Popular China, que avanza con su peculiar “socialismo de mercado”, también haya clases sociales al día de hoy. Hay millonarios (“Dejar que algunos se enriquezcan primero”, dijo Deng Xiaoping, mal traducido, o tergiversado, por “Ser rico es glorioso”), y también hay masas asalariadas que no tienen acceso a esos lujos capitalistas (es el segundo país del mundo en automóviles Rolls Royce per capita, luego de Estados Unidos). Esto nos lleva a la pregunta: ¿Es realmente posible construir el socialismo en un solo país en la actualidad, con un mundo tan globalizado e interdependiente donde la cultura capitalista está hondamente arraigada? Las experiencias socialistas habidas nos confrontan obligadamente con este tipo de problemas.

III

Quizá, con las enormes dificultades prácticas del caso, podría ser factible tomar el poder a nivel nacional, desplazar al gobierno de turno en forma revolucionaria y establecerse como nuevo grupo gobernante con un planteo de izquierda– tal como ha pasado varias veces en la historia: Rusia, China, Cuba, etc.–, pero eso no significa necesariamente una radical transformación en términos de relaciones de fuerza como clase de los trabajadores y oprimidos: los vestigios capitalistas perduran, y la contrarrevolución no descansa. Además, dado el grado de complejidad en el proceso de globalización y la interdependencia de todo el planeta hoy, es imposible construir una isla de socialismo con posibilidades reales de sostenimiento a largo plazo. O, al menos, muy pocos países pueden caminar esa senda, quizá solo dos: Rusia, que ya lo hizo y no pudo continuar– al menos de momento; quizá pronto vuelva a hacerlo– y China, que lo está haciendo, con un modelo que no es el espejo donde pueden mirarse convencidas las grandes mayorías populares, pero que a los casi mil 500 millones de chinas y chinos les está dando resultado. ¿Puede repetir el milagro del gigante asiático algún pequeño país africano, o latinoamericano? O incluso, ¿le sería posible eso a una potencia capitalista europea?

En atención a eso, los planteos revolucionarios– dadas las características actuales del orden internacional– deben apuntar a pensar en bloques, espacios regionales. La dieciochesca idea de Estado-nación de la modernidad capitalista entró en crisis y hay que revisarla críticamente desde el ideario de la izquierda. El ejemplo de los distintos socialismos que se intentaron construir en el transcurso del siglo XX, o los que se están construyendo ahora, siempre en esa dinámica de islas en el medio de ese mar embravecido continuamente listo para atacar, no debe inmovilizarnos y hacernos pensar en que hay que abandonar las luchas nacionales. De momento el ámbito de acción de las luchas sociales son espacios nacionales, y ahí debemos trabajar, planteándonos todos estos problemas como los nuevos retos, sin desconocer la interdependencia total en que vivimos. Digámoslo con un ejemplo: si Cuba no hubiera tenido el hermano mayor de la Unión Soviética, sin dudas no hubiera sobrevivido. Hoy, sin ese apoyo, está sumamente golpeada, viendo si puede resistir. ¿Podría un país vecino, alguna isla caribeña por ejemplo (Puerto Rico, o Jamaica– Grenada lo intentó, y fue invadida por el imperialismo estadounidense para derrocar a su líder socialista Maurice Bishop, igual que el Haití de Jean-Bertrand Aristide también depuesto por Washington por ver allí un “peligro comunista”–) construir una opción socialista sostenible en solitario, ahora que no hay URSS y que China hace su negocio en soledad? La experiencia de Afganistán lo evidencia: una revolución socialista (Revolución Saur, de 1978, de la que la prensa capitalista prácticamente no habla una palabra) fue boicoteada por la mano de la CIA con la creación de los talibanes, quienes sirvieron en definitiva para terminar con el proceso revolucionario, contribuyendo con eso al colapso soviético. Incluso, exagerando las cosas, ¿podría desarrollar en forma exitosa y mantenerse una revolución socialista en, digamos, Islandia, en la “culta y desarrollada” Europa– aún con monarquías (sic)–, a punto de verse envuelta en un conflicto mayúsculo con Estados Unidos a partir de Groenlandia? ¿Podría resistir esa isla europea? ¿Podría hacerlo, por ejemplo, Bélgica, o Austria, o la OTAN caería inmediatamente sobre ellas para “corregir” ese error?

Federico Engels, en sus “Principios del comunismo” de 1847–que sirvieron como inspiración para el Manifiesto de 1848– expresaba: “¿Es posible esta revolución en un solo país? No. La gran industria, al crear el mercado mundial, ha unido ya tan estrechamente todos los pueblos del globo terrestre (…) que cada uno depende de lo que ocurre en la tierra del otro. Además, ha nivelado en todos los países el desarrollo social a tal punto que en todos estos países la burguesía y el proletariado se han erigido en las dos clases decisivas de la sociedad, y la lucha entre ellas se ha convertido en la principal lucha de nuestros días. Por consecuencia, la revolución comunista no será una revolución puramente nacional, sino que se producirá simultáneamente en todos los países”. Sin dudas, esta es una pregunta que recorre toda la historia del socialismo.

En el XIV Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, en 1925, Stalin presentó la tesis del “socialismo en un solo país”, que luego se convertiría en doctrina oficial de la nación, considerando que ese sería el gran aporte del proletariado soviético a la revolución mundial. Su rival teórico y político, León Trotsky, se oponía férreamente a esta concepción, considerando que el socialismo en un solo país era incompatible con las ideas originales de Marx y Engels, por lo que llamaba a la “revolución permanente”, buscando globalizar el proceso soviético, única garantía para la posibilidad de afianzar una sociedad socialista.

Las experiencias socialistas de esos primeros pasos que se dieron en el transcurso del siglo XX muestran que “socialismo en un solo país” es posible a medias. La respuesta en torno a esa pregunta puede darse en dos vías: 1) por un lado, porque parece imposible desarrollar plenamente una experiencia socialista, antesala del comunismo, de la sociedad sin clases (“productores libres asociados” dirá Marx) en el mar de países capitalistas que acechan. La caída de la Unión Soviética es, seguramente, el ejemplo más evidente. El estalinismo jugó un papel básico para esa caída, porque no ayudó a solidificar el socialismo, sino que repitió patrones autoritarios heredados de la historia capitalista, no fomentando una real democracia de base, un auténtico poder popular, convirtiéndose en una pesada burocracia. Pero eso solo no alcanza a explicar el fenómeno. Si no hubiera habido ataque externo, muy probablemente otra cosa hubiera sido esa experiencia. No olvidar esos 25 millones de muertes y 75 por ciento de la infraestructura nacional destruida con la Segunda Guerra Mundial, llevada adelante por el nazismo alemán pero –esto es imprescindible no olvidarlo nunca– con la anuencia y financiamiento de grandes capitales occidentales. Hasta puede pensarse que esa deformación del estalinismo, en buena medida tiene que ver con esa soledad en que se movió la URSS y la necesidad de blindarse. La Guerra Fría, que para Estados Unidos era un fabuloso negocio para su complejo militar-industrial, en el Estado soviético fue el mecanismo que contribuyó a su caída. Esa militarización casi obligada revirtió bastante, o mucho, quizá demasiado, los primeros pasos dados en el momento inaugural, aquellos que auguraban un nuevo amanecer para la humanidad.

2) Por otro lado, la cultura del individualismo, que fomentó en modo exponencial y nos lega el capitalismo, está hondamente arraigada, y todo indica que se necesitarán muchas, decididamente muchísimas generaciones para poder cambiar eso, lo cual requiere harto tiempo y esfuerzo. Construir ese “hombre nuevo” en medio de los ataques que recuerdan y llaman a cada instante al individualismo se muestra bastante, o sumamente, difícil de hacerlo en un territorio aislado, menos aún en la actualidad, con una aldea-global hiperconectada. Los actuales empresarios rusos, tan voraces como cualquier empresario de cualquier parte del mundo– no solo de las grandes potencias, también los hay en los pequeños países dependientes, y hasta en los pueblos originarios de Latinoamérica, donde existen burguesías indígenas, o en las empobrecidas naciones africanas, donde también se dan burguesías nacionales negras, que expolian a sus asalariados cual si fuesen “explotadores blancos caucásicos”, para usar un deplorable término racista–. Propietario capitalista es propietario capitalista (no importa el color, la etnia, la dimensión de la empresa o la religión que practica, incluso el género), y eso lo dice todo. El afán de lucro y la sed de poder pueblan completamente el actual paisaje humano (llevamos diez milenios de sociedades clasistas, desde la aparición de la agricultura en adelante, lo que no será fácil cambiar). Setenta años de marxismo soviético no bastaron para transformar en profundidad la ideología tradicional (un asesor de Putin le dice al oído: “Por nada del mundo debemos volver a 1917”. Y Putin mismo –miembro de confianza del Partido Comunista– dice: “Olvidarse de la Unión Soviética es no tener corazón. Querer volver a ella es no tener cabeza”). Obviamente, estamos ante retos complejísimos. ¿Cómo construir esa ética de la solidaridad, ese “hombre nuevo” del socialismo, en un país en solitario, que mira cómo a su alrededor pululan los oropeles? Parece que es muy difícil, cuando no imposible. (Continúa)

rmh/mc

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