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sábado 13 de septiembre de 2025

Cuba y el nuevo curso escolar*

Por Luis Toledo Sande

La vitalidad del proyecto revolucionario que desde 1959 ha transformado a Cuba podría medirse por los cursos escolares que han cumplido su plan de educación universal gratuita. Algo similar cabría decir sobre la permanencia de otras expresiones de su afán de justicia y equidad, como la salud pública, que en las actuales circunstancias requeriría también un análisis particular.

Sobre todo en medio de los desafíos, económicos y de diversa índole, que Cuba se ve obligada a enfrentar sin descanso —y contra los cuales debe seguir levantándose—, el inicio de cada curso escolar trae al recuerdo grandes consignas revolucionarias que en su momento se enarbolaron como estímulo para tareas concretas. Podrían parecer material de archivo o de museo, pero merecen perdurar no solo en la memoria, sino, sobre todo, en la cotidianidad, en la necesaria decisión de lucha.

Una de esas consignas se vinculó expresamente con un hecho fundamental en la transformación desatada con el triunfo de 1959: “¡Aunque caigan raíles de punta, la Reforma Agraria va!”. Diferentes raíles caían ya sobre Cuba, empezando por los actos de guerra imperialista: desde un bloqueo económico, financiero y comercial que se refuerza lejos de cesar, pasando por agresiones armadas y encarnizado terrorismo, hasta la desvergonzada campaña mediática que también ha sido permanente y ha coexistido con el bloqueo, además de arreciar como él. Sería ingenuo descartar el retorno de otras maneras de agresión.

Pero la Reforma Agraria se llevó a cabo, y fue uno de los pilares que hicieron realidad la existencia de lo que el 16 de abril de 1961, ante evidencias de la cruenta guerra imperialista, El Líder del proceso cubano, Fidel Castro, definió como “la Revolución socialista y democrática de los humildes, con los humildes y para los humildes”. Fue la Revolución que al día siguiente el pueblo uniformado partió a defender contra la invasión mercenaria y la derrotó en poco más de sesenta horas.

No siempre medidas como aquella Reforma justiciera habrán dado los frutos esperados y merecidos. Tampoco todos los beneficiados por ellas habrán sido consecuentes con el beneficio recibido, ni habrán contribuido a elevarlo a la significación masiva, social, para la que se concibieron.

Los obstáculos que dificultaron alcanzar plenamente, con los resultados que se buscaban, la transformación acometida, serían muchos: de naturaleza objetiva, como las carencias materiales y la mencionada guerra imperialista, y subjetiva, como la insuficiente preparación o conciencia de que se disponía.

Pero nada niega el valor de lo conseguido, y es necesario que estemos atentos —para seguir desmontándolas, y hacerlas fracasar cada vez más— a las maniobras enemigas empeñadas en que ese valor se desconozca o se minimice en el pensamiento colectivo interno, y en la propaganda internacional. Y, tanto como a esas maniobras, ni punto menos, debemos estar atentos a las deficiencias internas que las apoyen.

Gracias al afán de equidad de la Reforma Agraria, y de otras grandes medidas justicieras —incluida la nacionalización de recursos que sus propietarios, foráneos o nativos, empleaban para explotar al pueblo—, se alcanzaron logros como la educación universal y gratuita, entre otros que también merecen memoria y atención. Ese logro no solo sigue en pie, y visible en adelantos de la ciencia y otros terrenos, sino que, como todos los demás, debemos defenderlo de cuanto peligro lo amenace.

Quizás esa defensa nunca fue más perentoria que ahora, cuando, en un entorno mundial de abierta derechización, los efectos del bloqueo se han agravado con nuevas vueltas del garrote con que se intenta estrangular definitivamente a Cuba y su proyecto revolucionario. En ese contexto, espejismos y ambiciones ancladas en el individualismo y el sálvese quien pueda, mentes afiebradas con las privatizaciones y la dolarización en marcha quisieran el regreso de Cuba a las injusticias del capitalismo.

Que en el presente año septiembre empiece con la inauguración de un nuevo curso escolar, abona certidumbres y esperanzas contra esas mentalidades. No habrá mejor tributo al afán revolucionario de equidad que retomar la consigna citada al inicio y declarar: “¡Aunque caigan raíles de punta, no aceptaremos volver al capitalismo!”, pero no se trata solo de enarbolar consignas, sino de abonar y defender realidades, rechazar de veras lo que deba ser rechazado, y cambiar, bien, lo que para bien deba cambiarse.

Sería frustrante resignarse a que falten los uniformes escolares que estaban entre las alegrías de cada nuevo curso escolar, o a que no se pueda mantener la distribución de recursos que permitía —como si este fuera el país materialmente rico que está lejos de ser— que cada escolar tuviera un libro para él solo y no fuera necesario que un libro lo compartieran dos escolares, o acaso más. Mantener esos logros debe ser un propósito permanente. Pero, por encima de todas las limitaciones, la resistencia expresada al garantizar la educación masiva es un logro del cual no cabe desertar, porque semejante deserción llevaría a perder por completo el camino.

Y esa resistencia —creativa por definición, dada la esfera en que se manifiesta— estará incompleta si no se asume con la integralidad que debe caracterizar a la educación. José Martí, cuyo pensamiento ha de perdurar en la médula de la escuela cubana —“Ser culto es el único modo de ser libre”—, echó su suerte con los pobres de la tierra. La humanidad estaba lejos de haber vivido triunfos del pensamiento justiciero como los mejores alcanzados en el siglo XX, y él expresó con respecto a la enseñanza de su tiempo una insatisfacción que Cuba tiene el deber de seguir revertiendo con una obra inspirada en su Apóstol.

“De todos los problemas que pasan hoy por capitales, solo lo es uno: y de tan tremendo modo que todo tiempo y celo fueran pocos para conjurarlo: la ignorancia de las clases que tienen de su lado la justicia”, escribió Martí en su prólogo a Cuentos de hoy y de mañana (1883), libro de Rafael de Castro Palomino. Más de ciento cuarenta años después ese problema perdura en gran parte del mundo, aunque logros educacionales como los propiciados por la Revolución Cubana puedan sugerir lo contrario.

Atavismos, inercias seculares y el poderío de los enemigos de la justicia social podrían propiciar el abandono de ese camino. Ese abandono es un peligro al que nadie está inmune por decreto, y a Cuba le corresponde seguir cultivando una educación afincada en principios justicieros, de equidad, a los cuales se oponen escollos que no vienen únicamente del exterior.

Esos principios no son solo de índole explícitamente política e ideológica en su sentido más directo. En su afán de dominar el mundo, ideólogos del imperialismo han aconsejado promover en la juventud —o desde la infancia— actitudes y paradigmas que en el plano moral y de conducta impulsen hacia el egoísmo, la superficialidad y la depravación, aunque no fuera más, ni menos, que la depravación de las costumbres.

Con la calidad integral como divisa, la escuela cubana debe cultivar los grandes ideales, la espiritualidad que hace plenamente humana a la persona, y ha de mantener el cuidado necesario para saber, por ejemplo, qué expresiones musicales promover entre el alumnado, al menos en su ámbito institucional. Así no andarían a sus anchas los déficits o torcimientos de otros entornos, como los familiares, y hasta de medios de comunicación que a veces en Cuba dan motivo para alarmarse, por la desprevención o impreparación cultural e ideológica que muestran, contrarias a los ideales que defendemos, o estamos llamados a defender.

La escuela no funciona aislada del país y del mundo, ni puede prescindir del apoyo de otras fuerzas sociales como la familia y la comunidad en su más amplio sentido, hasta la nación. Pero ella, la escuela, debe generar o apoyar la producción de los que podrían considerarse, si no vacunas en sentido pleno, sí por lo menos candidatos vacunales contra deformaciones indeseables en el plano individual y en el social.

Ese último vocablo, social, apunta al mayor plantel escolar que cabe tenerse en mente: el país. Según sea el que se edifique o no seamos capaces de impedir que se erija, así será el ambiente en que la escuela tendrá que actuar. Ella no depende de arcángeles pedidos en préstamo al cielo, sino de seres humanos que son parte de la sociedad y están expuestos o sujetos a las posibilidades e insuficiencias, y peligros, o penurias, del entorno social en su conjunto.

El nuevo curso escolar comienza cuando se ha iniciado la campaña de homenaje a un educador por excelencia, Fidel Castro, con motivo de su centenario, y habrá finalizado poco antes de la conmemoración de esa centuria. Será, pues, un tramo particularmente adecuado para recordar y rendir tributo a quien, nutrido de las enseñanzas de José Martí, fue el gran creador del apogeo educacional que Cuba ha vivido desde 1959.

Ese apogeo se ubicó en el núcleo de las conquistas por las que el país se situó en el espacio que ocupó desde entonces en el mapa del mundo y se ganó la admiración de los pueblos, que vieron en él un ejemplo. Pero si tras el triunfo de 1959 la urgencia de las palabras de José Martí en 1883 ya citadas podía estimarse menos justificada porque en el siglo XX la justicia social había conquistado, también en la educación, peldaños con los que no se contaba en tiempos de Martí, con el siglo XXI le han llegado al mundo escollos que parecen remitirlo al XIX.

En la Unión Soviética y países europeos que se tenían por afines a ella se desmontó el socialismo, y ese desmontaje sirvió de apoyo al pensamiento capitalista para fortalecer sus recursos y su poderío. En tal encrucijada le toca a Cuba defender su proyecto justiciero, y no permitir que en su entorno se reproduzcan desviaciones como las que condujeron a lo que Fidel Castro llamó el desmerengamiento de la URSS y el socialismo europeo, un proceso que operó desde dentro de dichas realidades.

Esa experiencia internacional intensificó en él la convicción de que únicamente nosotros mismos, no nuestros enemigos, podríamos destruir el país, que es decir su Revolución. Así lo expresó en su discurso del 17 de noviembre de 2005 en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, un texto que reclama atención, no solo citarse de cuando en cuando.

Está echada la suerte, y, como el recurso fundamental que es de la sociedad, la educación tiene un importante papel que desempeñar en ese desafío. Para asegurar la permanencia del ejemplo de Cuba, y la digna plenitud del homenaje al Comandante, será indispensable retomar y revitalizar, a la altura de los tiempos de hoy, no solo la consigna citada al inicio, sino crear las que sean necesarias, y hacer que reverdezcan otras que también han sido expresión de radicalidad revolucionaria.

Urge hacerlo ante la pertinacia del enemigo externo, y de males intestinos como el burocratismo, la ineficiencia y, acaso sobre todo, la corrupción en todas sus expresiones. Una de las consignas renovables sería, es, aquella de “¡Fidel, sacude la mata!”. Sería un apoyo para el “Patria o Muerte. Venceremos” que es el lema fundamental de la nación.

rmh/lts

*Tomado de Cubaperiodistas

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