Por Luis Toledo Sande
El título reproduce una expresión que el autor oyó en una charla callejera, sin que le llegara el dato de quiénes eran los “ellos” aludidos. Aunque sintió la tentación de especular quiénes podrían ser, pronto pensó que puede considerarse un sujeto múltiple: desde enemigos acérrimos del comunismo hasta partidarios de esa ideología que dan por sentado que, de tan lejos que hoy puede percibirse su realización, tendría “escaso valor práctico” mencionarla.
Antes de esbozar algunas ideas sobre los extremos de esa “hipótesis”, vale apuntar que se trata de una exageración, certidumbre que remite a un conocido juicio de Ortega y Gasset: “Una exageración es la exageración de algo que no lo es”, o sea: de algo que no es una exageración. No parece aventurado creer que las exageraciones solo alcanzan notable éxito comunicacional cuando contienen determinada dosis de realidad, aunque las impulse algún énfasis tendencioso.
Hay una verdad de Perogrullo que añadir, y va dicho sin ánimo despectivo, puesto que, de existir, Perogrullo sería uno de los grandes sabios del mundo. Es más: lo es de hecho, por tratarse de una concreción de la sabiduría colectiva.
Aun cuando del comunismo se haya hablado o aún se hable como de una realidad factual, hasta hoy no ha sido más, ¡ni menos!, que un proyecto de justicia pensado como alternativa al capitalismo, y defendido con mayor o menor grado de eficacia, y hasta traicionado. Pero no se ha hecho realidad en ninguna parte.
Sobre las causas polares por las que se puede sostener lo dicho en el título de este artículo, habría mucho que apuntar, así como sobre los propios extremos de ese arco. En cuanto a los silencios sobre los ideales comunistas vale considerar incluso algún caso cercano y significativo, por el contexto donde ocurrió: la propuesta de que en el preámbulo a la nueva Constitución de la República de Cuba no se mencionaran, ya fuera porque su posible realización no está a la vista, o- según algún que otro juicio o insinuación- por el deseo de que Cuba “se pareciera más al mundo”.
Pero ese caso no será el centro de lo plasmado en las líneas que siguen. Felizmente, el reclamo popular determinó que-por muy lejana o ardua que su realización pueda ser o suponerse- los ideales comunistas se mantuvieran como propósitos cardinales explícitos en el rumbo constitucional de la nación.
En eso habrá pesado con mayor o menor grado de conciencia el hecho de que si Cuba llegó al estadio justiciero que conquistó a partir de 1959 no fue precisamente porque se ajustara a la “normalidad” internacional. Lo consiguió por ser una digna anomalía sistémica en un mundo dominado por el capitalismo, que trazaba- y sigue trazando- la “norma”, lo “normal”, que incluye desde injusticias concretas palmarias hasta guerras imperialistas, y un genocidio que pasará a la historia como uno de los más brutales capítulos de deshumanización (capitalista) de la humanidad.
Cuando ante la indudable necesidad de replantear mecanismos y fórmulas en el funcionamiento económico del país se utilizó la expresión “actualizar la economía”, hubo quienes hicieron una observación pertinente: el verbo “actualizar” se asocia con lo cronológico, y el Meridiano de Greenwich de la economía mundial es el capitalismo. Aunque el lenguaje puede regirlo la ignorancia, no es inocente.
No hay manera de tocar una clavija en el plano económico sin que se generen efectos en otras. Para un proyecto como el que se ha de luchar para que siga siendo el cubano, la relación entre el conjunto de la sociedad y la economía plantea que esta no se concibe rectamente al margen de la política. Tan profunda es esa relación que fallaríamos si no pensáramos y actuáramos- no sale sobrando precisar que acertadamente- en términos de economía política.
Pero el silencio en torno a los ideales comunistas que recibirá mayor atención en el presente artículo es el que mantienen los más encarnizados y poderosos enemigos de esos ideales, quienes incluso para desacreditar a fuerzas opositoras parecen mencionarlos cada vez menos, comparados con otros. Un poco de historia podría ser iluminador, aunque falte aquí ahora espacio para reflexionar sobre los componentes históricos, políticos y culturales del tema.
En el mundo, las fuerzas hegemónicas han sido “normalmente” las opresoras, y han acudido a rótulos diversos en su afán de deslegitimar a quienes las han desafiado o les han resultado indóciles. Para solamente recordar ejemplos cercanos en tiempo y espacio, a los independentistas de nuestra América se les repudió con los calificativos facinerosos, forajidos, malhechores y otras lindezas concomitantes con la perversidad y nociones como revoltosos, cuyo parentesco etimológico con revolucionarios resulta elocuente. Y para las expediciones patrióticas se reservaban términos como filibusteras, que las asociaban con la piratería.
Acusaciones de esa índole se les endilgaban con mayor saña a los más altos representantes de nuestros movimientos de liberación, como Simón Bolívar y José Martí, quienes merecieron por parte de sus seguidores los títulos El Libertador y El Apóstol, respectivamente.
Tales tácticas verbales mutarían con el tiempo, como en la República neocolonial, cuando a la propaganda dominante le convenía dar por sentado que el independentismo no tenía ya cabida, no al menos al modo del siglo XIX, aunque la tendría en la lucha contra el neocolonialismo.
Entonces los ataques se asociarían crecientemente con etiquetas políticas de índole clasista, algo que se intensificó ante el apogeo de la lucha anticapitalista, y la fusión que vinculaba los ideales de independencia en las condiciones de una República neocolonial y las aspiraciones justicieras en términos sociales. Vienen a la memoria Julio Antonio Mella, primera gran conjunción orgánica entre el ideario martiano y el socialismo.
Ya en aquellos años la maquinaria ideológica y desinformativa del capitalismo, que entraba en su fase imperialista, se esforzaba por tergiversar el significado de socialismo y comunismo, con el fin de propagar imágenes deformadas de lo que representaban esos proyectos, y utilizarlas para injuriar a quienes abrazaran la lucha anticapitalista.
Simultáneamente dicha maquinaria buscaba máscaras para promover modelos que blindaran el capitalismo, y mucho mejor si lograban parecer que no lo eran. Así se gestó, con pasos dados desde el siglo XIX, la llamada socialdemocracia, que medró a expensas del proyecto socialista, contra él.
Hoy el falseamiento doloso de lo que significa ser socialista o comunista o encarne cualquier otra idea emancipadora, se refuerza con el poderío mediático de los opresores y su creciente carencia de ética. Así buscan y a menudo consiguen alimentar confusiones contra ideales que aún no han triunfado como práctica política en ninguna comarca del mundo. A menudo, incluso entre beneficiarios y portadores naturales de aspiraciones justicieras han prosperado los rótulos urdidos contra ellas.
Chiste o realidad, en Cuba podrá recordarse la anécdota del trabajador humilde que, beneficiado por la Revolución, en los primeros años de esta sostuvo que los Estados Unidos nos acusaban de comunistas porque aquí se construían escuelas y hospitales y se repartía la tierra, pero comunistas eran ellos, que discriminaban colectivos humanos, ejercían la explotación, invadían países y asesinaban niños.
Las mistificaciones son aún más aberrantes cuando la mentira se viste de posverdad, y el dictamen rotundo merecido por las noticias falsas se sustituye por el anglicismo fake news. En semejante contexto, a simple vista- o a simple oído- parece que desde la debacle de la Unión Soviética y el campo socialista europeo al uso de los rótulos socialista y comunista para atacar a revolucionarios se le ha quitado peso.
Lejos de ser un hecho aislado, eso ocurre en correspondencia con lo que se puede considerar alejamiento de la posibilidad práctica de realizar plenamente los ideales condensados en esos términos. Tal realidad ha dado pie- no buena cabeza- a la mistificación según la cual construir el socialismo y el comunismo es imposible, lo que se contrapone a la realidad de que, con todos sus crímenes, con todas sus injusticias, con todas sus falacias, el capitalismo se ha podido construir, aunque atraviese una decadencia irreversible, pero que se vislumbra larga y sus medios procuran ocultar.
Se diría que para evitar que no se piense en el comunismo ni como un desiderátum remoto, los voceros del imperialismo fabrican y promueven calificativos como terrorista, y los aplican a otros para autojustificarse en sus desmanes, o disimularlos. Es bien conocida la protección con que cuentan pavorosos terroristas en los Estados Unidos, potencia que combina cada vez más la noción de terrorismo con la de narcotráfico.
De ese modo han creado la categoría narcoterrorista, pese a que el narcotráfico es una vía capitalista de ganancias y en los Estados Unidos esté su cuartel general, además de cultivarse el terrorismo en su mayor nivel. Los imperialistas seguirán acuñando recursos con que afrentar a sus opositores y fabricar “argumentos” para agredirlos.
En medio de la alianza o identidad gubernamental entre los Estados Unidos e Israel, en pos de justificar la masacre de palestinos y palestinas se ha esgrimido una expresión perversa si las hay: animales humanos. Y una manipulación nominal particularmente expresiva de los rejuegos imperialistas ha tenido lugar en estos días en la nación que intenta arrogarse el mérito de haber sido determinante en la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial, escamoteando el peso decisivo que en esa victoria tuvo el heroísmo del pueblo soviético.
El presidente de los Estados Unidos ha ilegalizado, calificándolo de terrorista, al movimiento Antifa (antifascista) de su país. El fascismo no es una anomalía del sistema capitalista, sino uno de sus recursos orgánicos para imponerse cuando se ve en peligro, y el comportamiento de Donald Trump confirma que aquella es una nación dominada por un supremacismo afín a la defensa de la presunta “raza” aria por parte de Hitler y sus seguidores. De ese modo muestra cada vez más indicios de que se encamina hacia modos totalitarios de signo fascista.
Que allí sigan enarbolando hipócritamente las banderas de la supuesta “democracia modelo”, refuerza la ideología hegemónica que intentan mantener. La reciente imagen del “rey” Trump y el sub-rey Carlos, en Londres, hablando como exponentes de los dos países supuestamente llamados a salvar la civilización y la democracia en el mundo, es una burda expresión de esa realidad: la alianza entre la pérfida Albión, madre putativa, y los Estados Unidos, su hijo, que desde hace décadas la domina, aunque ella se esfuerce por sacar pecho.
Ni esas potencias ni sus aliados renunciarán a devaluar explícitamente lo que huela a comunismo o lo presenten como si tuviera ese olor, como han hecho recientemente en Nepal, manipulación generacional mediante, uno de sus métodos predilectos. Pero, háblese o no se hable de ideales comunistas, a un país como Cuba le corresponde mantener claro su rumbo de lealtad a la que su Líder, Fidel Castro definió como “la Revolución socialista y democrática de los humildes, con los humildes y para los humildes”.
Se trata de la Revolución en cuya defensa murieron hijos de la patria que enfrentaron la invasión mercenaria en abril de 1961 y han muerto otros dentro y fuera del territorio nacional. El pueblo sabe que el silencio de esos ideales no se revierte con solo mencionarlos en el preámbulo de la Constitución.
Rmh/lts
*Tomado de Cubaperiodistas