Por Sergio Berrocal *
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
Durante toda mi vida, que ha sido larga, estaba convencido de la veracidad de las magdalenas del escritor francés Marcel Proust y la imagen que siempre me venía a la imaginación era la de un señor de cierta edad acurrucado en una inmensa cama abrigada con decenas de mantas y tomando té con magdalenas.
Siempre asocié ese rico pastel, por otra parte tan común, con “En busca del tiempo perdido”, la obra más singular de la literatura universal, de tan difícil digestión -la primera vez- como un empacho de magdalenas. Le costó mucho tiempo demostrar que tenía un talento inmenso, que ningún editor quería reconocer. Andábamos por 1913, cuando París todavía reía antes que la espantosa Primera guerra mundial trocase la belleza del mundo en un estercolero de carnes rotas y vidas destrozadas. La gran guerra, la única, porque la Segunda (1939) fue cosa de la tecnología y las impresionantes divisiones norteamericanas, francesas, ingleses, rusas…
Para los historiadores la Primera fue la Gran Guerra, donde no había reglas sino unos salvajes alemanes ávidos de conquista, costase lo que costase, y un país como Francia al que le costaba hacerles frente. En ese escenario de guerra, paz y vida estaba Marcel Proust quien -si bien no pertenecía a ninguna de las familias nobles que llenaban sus salones parisienses en invierno y sus suntuosas casas de campo en verano-, sí era hijo de una familia muy rica.
En realidad es probable que nunca hubiésemos podido deleitarnos con “En busca del tiempo perdido” entre ellas la deliciosa “Du côté de chez Swann” (Por el camino de Swann), el primero de los 10 volúmenes que componen su singular obra maestra), si Proust no hubiese sido testarudo y caprichoso.
Cuando terminó su monumental tiempo perdido, no hubo editor en París que no la hubiera tenido entre sus manos, pero todos por unanimidad (y todos conocían las ansias literarias de aquel personaje tan singular de la vida parisiense) la rechazaron, algunos con comentarios que, muy poco después, tuvieron que tragarse en medio de una rabieta por no haber sabido comprender una obra maestra.
En un magnífico libro publicado en 1997 -que solo ahora he descubierto por casualidad- otro francés, Alain de Botton, se ha dedicado a analizar a Proust como si no se hubiese tratado de un insecto raro. Ignoro de dónde surge la leyenda de las magdalenas, aunque es cierto que el autor pasaba mucho tiempo en la cama, aquejado por mil males, imaginarios o no, y como adoraba el té y esos pastelillos se atiborraba mientras escribía el libro que nadie querría leer en ninguna editorial.
Pero la mayor parte de su tiempo, Proust, mujeriego con calma, hombre de mundo muy apreciado, muy bien introducido en el universo que solo contaba en París, el del dinero y las prostitutas de altos vuelos, lo pasaba en visitas a los salones más reputados y largas conversaciones con amigos o enemigos -se dice que era un conversador insaciable- aunque no he encontrado datos sobre su currículo académico.
En aquellos años anteriores a la aparición de los miles de jinetes del Apocalipsis que querían destruir al enemigo de siempre, la Francia eterna envidiada por toda Europa (lo volverían a intentar con Hitler en 1939 y hasta 1945) dicen que París era una verbena de las que Renoir pintó a orillas del rio adonde acudían las más bellas y jóvenes mocitas parisienses, muchas de ellas en busca de la aventura que desembocase al pie de los árboles de los bosques cercanos.
Dios solo sabe, y eso si se lo dijeron, las aventuras que Proust protagonizó en aquel ambiente tan festivo, tan paradisíaco que no podía terminar más que de mala manera, con trincheras donde gases letales destruían vidas.
Pero entonces ignoraba que su novela -que tuvo que editar él mismo porque ni sus editores más conocidos querían saber de ella-, sería una especie de biblia que el mundo entero, todavía hoy, consideraría como el libro que uno tiene que leer para no morir totalmente imbécil. Llegó, pasó la guerra, cuatro años de horrores, y la novela del siglo se convirtió en el libro de cabecera incluso, y probablemente, de aquellos editores que dejaron pasar la ocasión de ser célebres por no haberla publicado.
Murió joven, con 51 años, aunque en 1922 esa era una edad respetable y probablemente nunca pensó que “A la recherche du temps perdu” le sobreviviría para siempre.
Cincuenta y un años de vida acomodada, obsesionada por la depresión, con un amor enfermizo por su madre y las grandes fiestas en las que gastaba a manos llenas. Se cuenta que, cuando invitaba a un amigo o a varios a uno de los restaurantes -de los que aún quedan algunos en los bulevares parisienses- los camareros eran los hombres más felices del mundo.
Sabían que, al final de la comida más exquisita -porque era un sibarita que, en vez de magdalenas, adoraba el champán más fino y fresco en las copas más elegantes- siempre dejaba propinas que solían ser superiores a la cuenta de la cena.
Hombre rico, hombre pobre. Un genio.
ag/sb