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viernes 22 de noviembre de 2024

La violencia en Centroamérica: realidades y perspectivas (I)

La violencia es un elemento constitutivo de la dinámica humana; no es un cuerpo extraño que nos invade, sino que está estructuralmente presente en nuestra condición, siempre en articulación con el conflicto y el poder. No es un ineluctable destino biológico; por el contrario, tiene que ver con nuestro modo de humanizarnos, de devenir sujetos en el marco del colectivo que nos construye. En tal sentido, está en la raíz social del ser humano. “La violencia es la partera de la historia”, se ha dicho acertadamente. Su presencia, no obstante, no puede aplaudirse ni glorificarse; en todo caso, debe oponérsele algo para mantenerla al nivel más bajo posible. He ahí la ley entonces, que organiza las sociedades. La ley, que no necesariamente es justa ni equitativa, que está formulada siempre desde una posición de poder, nos aleja del caos. De todas maneras, la violencia de algún modo se filtra, asumiendo distintas formas.

Centroamérica evidencia un panorama donde las violencias están siempre descarnadamente presentes, en sus más variadas formas: económico-estructural, política, racial, patriarcal, en la cotidianeidad como cultura normalizada. Esa intrincada sumatoria de violencias es producto de un entrecruzamiento de causas, cuyo origen hay que buscarlo en la historia.

De hecho, la región funciona como bloque. Además de los geográficos, existe una cantidad de elementos que le confieren cierta unidad económica, política, social y cultural. Los países que la conforman: Guatemala, Honduras, Nicaragua, El Salvador, Belice, Panamá y Costa Rica, con la excepción de este último, presentan los índices de desarrollo humano más bajos del continente, junto con Haití en las Antillas, una de las naciones más indigentes del mundo. La violencia económico-social está brutalmente presente.

El área es muy pobre; si bien cuenta con muchos recursos naturales, su historia la coloca en una situación de postración y atraso muy grande. Básicamente es agroexportadora, con pequeñas aristocracias vernáculas- herederas en muchos casos de los privilegios semifeudales derivados de la colonia- que por siglos han manejado los países con criterio de finca. Entrado ya el tercer milenio y luego de las feroces guerras de las últimas décadas, nada de esto ha cambiado sustancialmente. Los productos primarios siguen siendo la base de la economía, tanto para la subsistencia (maíz y frijol) como para la generación de divisas en el extranjero: café, azúcar, frutas tropicales, maderas; recientemente palma africana destinada a la producción de agrocombustibles. En los últimos años se dieron tenues procesos de modernización, instalándose en toda la zona terminales industriales maquiladoras aprovechando la barata y poco o nada sindicalizada mano de obra, así como call centers, siempre en la lógica de super explotación de quienes allí trabajan. Por lo general los capitales comprometidos son transnacionales, no representando estas inversiones un verdadero factor de desarrollo a largo plazo. En épocas recientes, con distintos niveles pero, en general, como común denominador de toda la región, se han ido incrementando los llamados negocios “sucios”: lavado de narcodólares y tráfico de estupefacientes. De hecho, hoy la zona es un puente obligado de buena parte de la droga que, proviniendo de América del Sur, se dirige hacia los Estados Unidos. Esto ha dinamizado las economías locales, sin favorecer a las grandes masas, permitiendo el surgimiento de nuevos actores económicos y políticos ligados a actividades ilícitas, tolerados por los respectivos Estados, y a veces manejándolos desde su interior. La narcoactividad de la región ocupa ya un importante lugar en el PBI de sus países.

La población de toda la zona es, en alta medida, rural (alrededor del 50 por ciento, contra un 20 por ciento en el resto de Latinoamérica); prevalece un campesinado pobre, que combina el trabajo en las grandes propiedades dedicadas a la agroexportación con economías primarias de autosubsistencia. La tenencia de la tierra se caracteriza por una marcada diferencia entre grandes propietarios- familias de estirpe aristocrática, en muchos casos con siglos de privilegios en su haber, descendientes directos de los conquistadores españoles de cinco siglos atrás- y campesinos con pequeñas parcelas (de una o dos hectáreas, o menos incluso) que, con arcaicas tecnologías, apenas si consiguen cubrir deficitariamente sus necesidades básicas.

En toda la región hay presencia de población indígena, siendo Guatemala el país que presenta mayor porcentaje al respecto: alrededor de dos terceras partes- de hecho, la nación latinoamericana con mayor presencia de habitantes de etnias no europeas-. En este caso particular- esto no se da con similar énfasis en los otros países del istmo- ello crea una dinámica social desvergonzadamente racista, siendo los mayas los grupos más excluidos y marginados en términos económicos, políticos y sociales. Similar fenómeno se repite con las minorías indígenas a lo largo de toda Centroamérica. Corresponde mencionar que también hay presencia de población negra, de ascendencia africana (los antiguos esclavos traídos a la fuerza a estas tierras como mano de obra brutalizada), pero no en un porcentaje particularmente alto como ocurre en las islas del Caribe. Este racismo profundo debe ser entendido como una más de tantas formas de violencia que pueblan la zona.

migración interna

La migración interna desde el campo hacia las ciudades en búsqueda de mejores horizontes, agravado ello por las devastadoras guerras internas registradas estas últimas décadas que forzaron a numerosos pobladores a marcharse de sus lugares de origen, constituye un fuerte elemento de las dinámicas sociales de todas las repúblicas centroamericanas, lo cual da como resultado el crecimiento desmedido y desorganizado de sus capitales y de las ciudades principales. Producto de ello es la alta proliferación de populosos barrios urbano-periféricos, sin servicios básicos, con poblaciones que sobreviven a partir de pobres economías subterráneas: comercio informal, niñez trabajadora, invitación a la delincuencia. En tal sentido debe decirse que esa situación es, en sí misma, una repudiable forma de violencia (sobrando comida es inadmisible que haya gente con hambre). A su vez, como producto de una sumatoria de carencias, esa pobreza puede funcionar como caldo de cultivo para más violencia.

La violencia también se da en las relaciones de género; el patriarcado manda. En términos generales (Costa Rica es la excepción) la situación de las mujeres es de gran desventaja respecto a la de los varones en todos los sentidos. Siguiendo pautas tradicionales, el número de embarazos es muy alto, con un promedio regional de tres hijos por mujer, siendo alrededor de un tercio de ellas madres solteras. Las tasas de analfabetismo, de por sí altas en el área, se acentúan en las mujeres. Su participación en la vida política es baja.

La situación medioambiental de todo el istmo es preocupante. Como consecuencia de la falta de planificaciones a largo plazo, de rapiñas de recursos naturales y de Estados corruptos que toleran todo tipo de saqueo, la zona muestra un marcado deterioro en sus aspectos ecológicos: acelerada pérdida de bosques, falta de agua potable, polución generalizada. Ello crea una alta vulnerabilidad que, ante la ocurrencia de cualquier evento natural considerable-de los que la región posee muchos: zona sísmica, de paso de huracanes, con profusa actividad volcánica- los transforma en enormes catástrofes sociales. Esa catástrofe medioambiental- que no es mero “cambio climático”, como si se tratase de transformaciones naturales, sino producto de políticas específicas- evidencia una violencia social enorme, donde siempre los grupos más excluidos llevan la peor parte. Como se ha dicho: “No mata la naturaleza sino la pobreza”.

Algunas ciudades centroamericanas (San Pedro Sula, San Salvador, Guatemala, Tegucigalpa) figuran entre las urbes altamente peligrosas del planeta por los elevados niveles de criminalidad. Los promedios de homicidios rondan el 30 por 100 mil para el área, contra una tasa latinoamericana del 20 por 100 mil. En el 2020 esas tasas descendieron drásticamente, debido al obligado confinamiento que trajo la pandemia de COVID-19, con toques de queda en algunos casos. Pero la violencia delincuencial no ha desaparecido; si bien se redujo al inicio de esa crisis sanitaria, continuó siendo muy alta en comparación con otras zonas violentas del mundo, incluso con países abiertamente en guerra. En realidad, no se trata de conflictos bélicos declarados, pero de hecho son sociedades que viven en perpetua “guerra”.

En los grandes centros urbanos de los países de la región es común la tajante separación entre los barrios precarios, en general considerados “zonas rojas” (por lo peligrosas, donde “no entra nadie, ni la policía”), por un lado, y por otro los lujosos sectores ultraprotegidos de muy difícil o imposible acceso para el ciudadano común y corriente (lugares donde se encuentran mansiones con piscina y helipuertos, comparables a las mejores del mal llamado Primer Mundo). Caminar por las calles o viajar en transporte público se ha tornado peligroso. E igualmente inseguras y violentas son las zonas rurales: cualquier punto puede ser escenario de un robo, de una violación, de una agresión. Hoy día Nicaragua, con un gobierno con un talante socializante, ha reducido esos niveles de violencia cotidiana, si bien persisten otras formas de violencia, quizá más descarnadas, que tienen que ver con las dinámicas políticas.

Violencia Guatemala

Considerando todo lo anterior, es evidente que Centroamérica continúa envuelta en una alta violencia. Firmados los débiles procesos de paz en años pasados (Nicaragua en 1990; El Salvador en 1992; Guatemala en 1996), ningún país conoció ni la paz ni la recuperación económica. Las guerras oficiales terminaron, sin embargo el área siguió virtualmente militarizada, violentada, con índices altos de criminalidad, plagada de armas, con una pobreza crónica y estructural de las más altas del mundo, todo ello acompañado por la impunidad generalizada. La violencia política, aunque formalmente se vive en democracias, no ha desaparecido, y los atropellos y abusos varios marcan la dinámica cotidiana. Los escuadrones de la muerte no están tan visiblemente presentes como antaño, pero ahí están.

Si bien toda Latinoamérica es, desde inicios del siglo XX, zona de influencia estadounidense, en el caso de América Central esto es groseramente más notorio. Sus presidentes llegan a tales con el beneplácito de la embajada norteamericana (llamada simplemente “la Embajada”, lo cual dice mucho del panorama general). El imperio del norte, aunque es reconocido en su papel de amo dominante, no deja de ser al mismo tiempo foco de atracción de todas las poblaciones: de las clases altas, en tanto centro de referencia política y cultural; de las masas empobrecidas, como vía de salvación económica. De hecho, el ingreso de divisas a partir de las remesas que cada mes envían los familiares emigrados (mano de obra barata y no calificada en los Estados Unidos) constituye para toda el área una de las principales fuentes de sobrevivencia (en algunos países, y dependiendo de circunstancias coyunturales, ocupa el primer lugar). En tal sentido, dado que juega este papel de punto de referencia obligado en las lógicas cotidianas y de largo plazo, Norteamérica es un elemento decisivo para entender la historia, la coyuntura actual y el futuro del istmo centroamericano.

Violencia bélica: Centroamérica y la Guerra Fría

La injerencia política de Washington en la región es notoria. Pero desde 1900 en adelante, es desvergonzada. Salvo Costa Rica- que merece un tratamiento aparte- la historia política del istmo estuvo marcada por sangrientas dictaduras militares a granel, siempre con Washington de por medio. Invasiones, complots y maniobras desestabilizadoras se pueden contar por docenas. La CIA hizo su debut de fuego en estas tierras con una campaña de acción encubierta en Guatemala, en 1954, derrocando al presidente Jacobo Árbenz y propiciando una dictadura.

En esta lógica, sobre el horizonte de esa historia de explotación, pobreza e intervención extranjera, y a partir de la esperanza que abriera la Revolución Cubana de 1959, entre las décadas de los ’60 y los ’70 comienzan a generarse movimientos armados como reacción ante tal estado de cosas. Guatemala primero, luego Nicaragua, posteriormente El Salvador, incluso Honduras en menor medida, desarrollaron expresiones guerrilleras que, paulatinamente, fueron creciendo. En Nicaragua, como Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), hacia 1979 terminaron por tomar el poder desplazando a la dictadura más vieja de Centroamérica: la de la familia Somoza, tristemente célebre por su crueldad, comenzando la construcción de una experiencia socialista y antiimperialista. En El Salvador, hacia fines de los ’80, estuvieron a punto de hacer colapsar al gobierno. En Guatemala- el movimiento guerrillero más viejo del área y el segundo de toda Latinoamérica, luego del colombiano- fueron acumulando fuerzas llegando a tener una presencia nacional, con zonas liberadas que preanunciaban un posible triunfo revolucionario, que finalmente no se dio.

Estas expresiones políticas- de acción armada, con presencia fundamentalmente entre la población campesina-, además de representar sin dudas el descontento histórico de las masas paupérrimas, fueron elemento constitutivo también de la lucha ideológica y militar que marcó buena parte de la segunda post guerra del siglo XX: la Guerra Fría. Enfrentamiento a muerte entre dos proyectos de vida, entre dos modelos de desarrollo y de concepción del mundo; guerra que se libró en numerosos frentes, y en la que Centroamérica fue un campo de batalla de gran importancia.

El bloque socialista se involucró fuertemente; Cuba, por su cercanía, fue el punto de referencia más cercano. Preparación política, ideológica y militar estuvieron presentes desde el inicio de estos movimientos, apareciendo Moscú siempre vigente como una instancia importante en esa dinámica entablada. Por el otro lado, como respuesta a estos proyectos de transformación social, las oligarquías locales, con sus respectivas fuerzas armadas, y la presencia omnímoda de la Casa Blanca, en tanto referencia última, descargaron todo el peso represivo del caso para evitar que esas iniciativas revolucionarias pudieran crecer.

A las propuestas de cambio social levantadas por estos movimientos (en Nicaragua, incluso, habiendo llegado a adueñarse del poder, y comenzando efectivamente el proceso de transformación), le siguieron brutales represiones. Campañas de “tierra arrasada” en Guatemala, los “contras” en Nicaragua, guerra sucia en El Salvador, las bases de la Contra en la región de la Mosquitia hondureña, y en su momento también en Costa Rica, ningún rincón del área centroamericana escapó a la maquinaria bélica. La zona se puso al rojo vivo. El discurso militarizado inundó la vida cotidiana.

La guerra nuclear de los misiles soviéticos y estadounidenses que nunca llegaron a dispararse se libró, entre otras formas, a través de las guerras de guerrillas y las tácticas contrainsurgentes en las montañas de Centroamérica. Los muertos, claro está, fueron centroamericanos. Las secuelas que todo ello dejó, también quedaron en la región, con efectos que aún hoy persisten.

La Guerra Fría terminó, el bloque soviético ya no existe. Los ideales socialistas, aquellos que pusieron en marcha a los movimientos guerrilleros, hoy están, si no desechados totalmente, al menos en proceso de observación (quizá en terapia intensiva). De todos modos, las causas estructurales que motivaron esas respuestas armadas, aún persisten. En Nicaragua incluso, donde uno de esos grupos fue poder y manejó el país por espacio de una década con un proyecto transformador, las causas profundas generadoras de pobreza- aunque ya no esté la familia Somoza- permanecen. De aquel cambio iniciado en su momento, hoy ya casi nada queda, pese a que regresó a la presidencia el otrora comandante guerrillero Daniel Ortega. (sigue…)

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