Guatemala fue el primer país latinoamericano en tener una organización estatal de defensa de los derechos humanos, un ombudsman. Ello no significó que la situación de los mismos mejorara sustancialmente en estos años: fue, fundamentalmente, algo cosmético. Ahora hay un Procurador de Derechos Humanos, pero la sistemática violación de ellos continúa: “Los derechos establecidos, tanto en las leyes nacionales como en los convenios internacionales de la OIT, son sistemáticamente incumplidos en las fincas, incluso con la complicidad estatal” (CODECA, 2013).
Junto a ello, el país fue el primero del mundo en sentenciar a un ex jefe de Estado por delito de genocidio. Aparentemente, un gran avance, un gran cambio. Lo cierto es que luego de la condena al general Ríos Montt vino casi al instante su anulación por la Corte de Constitucionalidad, y el militar murió en libertad. La guerra interna, en el discurso oficial, hoy día se ve como algo remoto, pasado. Se dio vuelta la página y nada cambió en lo estructural.
Dice María del Carmen Culajay: “Si habláramos de mozos llevados a los cortes de café o de caña de azúcar en camiones desde remotas comunidades en zonas alejadas, que viven luego en condiciones pésimas durante la época de cosecha, mal pagados pero bien controlados, en condiciones de semiesclavitud, podría pensarse que hablamos de fines del siglo XIX [En el siglo XXI]. En plena era de las tecnologías de la información y la computación, de la robotización del trabajo, del avance de conquistas laborales y sociales (jornada laboral de ocho horas diarias, régimen de jubilación, seguros de salud), en nuestro Macondo guatemalteco vivimos situaciones de explotación e inequidad impensables, más que los que podría mostrarnos una película”. En otros términos: ningún cambio.
Tal como lo expresa la hoy ya completamente olvidada Comisión para el Esclarecimiento Histórico, que analizó en detalles las circunstancias del pasado conflicto armado: “Si bien en el enfrentamiento armado aparecen como actores visibles el Ejército y la insurgencia, la investigación realizada por la CEH ha puesto en evidencia la responsabilidad y participación de los grupos de poder económico, los partidos políticos y los diversos sectores de la sociedad civil” (CEH, 1998). Dicho de otro modo: esa oligarquía histórica conformada con los primeros españoles que vinieron a estas tierras lisa y llanamente a enriquecerse (a costa de los pueblos originarios, por supuesto), queda definida con precisión por Vinicio Sic cuando habla de “empresaurios”: “Eufemismo empleado para designar a aquella clase dirigente de la economía que medró en medio de los privilegios y protecciones que le ofrecía una dictadura, un gobierno militar o un títere presidencial, que hubo o existe en Guatemala. Grandes abusadores, incapacitados para toda innovación o modernidad, codiciosos del beneficio inmediato, destructores incansables del medio ambiente (…). Rechazan toda reforma del Estado que atente contra su statu quo (…). Jamás reconocen la existencia del pueblo maya; es más, lo sometieron a trabajos forzados en sus fincas e impulsaron su exterminio, aniquilándolo y robándole sus tierras y ahora su patrimonio natural”. Más de cinco siglos de historia, y el cambio se sigue resistiendo.
Hoy día Guatemala es una economía próspera. De hecho, está entra las diez primeras en volumen en Latinoamérica, con un crecimiento interanual sostenido del orden del tres por ciento. Los tradicionales grupos de poder- herederos de esa historia de despojo que inicia en el siglo XVI, siempre ligados a la agroexportación, hoy diversificados también con nuevos negocios– siguen manteniendo inalterables sus privilegios. Eso, por siglos, no ha cambiado. Una guerra fratricida como la que se dio no modificó ni un milímetro la estructura profunda del país. Uno de los principales exportadores de azúcar, primera potencia regional en exportación de etanol, gran productor mundial de palma africana (destinada al etanol), además de paraíso para la inversión minero- extractiva de capitales transnacionales y para el lavado de la narcoeconomía, en Guatemala hay mucha riqueza, sin dudas, pero la gran mayoría de la población, ayer como hoy, sigue postergada.
Durante el gobierno estadounidense de Barack Obama se apoyó fuertemente la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala –CICIG–, pero una vez que la misma se marchó, la corrupción y la impunidad siguieron iguales, o se profundizaron. Este mal que se arrastra desde la Colonia no da miras de terminar.
En términos descriptivos, definitivamente el país va cambiando; y en estos últimos años, mucho más aún. La profusión de centros comerciales de lujo puede hacer pensar en cambios sustantivos, en importantes y hondas transformaciones en la dinámica social. Más allá de las apariencias, ello no es así. “El día que cada indio tenga un celular habremos entrado en el desarrollo”, pudo decir el neoliberal, fundador de la Universidad Francisco Marroquín, Manuel Ayau. Hoy hay más de 23 millones de equipos funcionando, casi un promedio de 1.5 por persona, y no necesariamente entramos en el “desarrollo”. Hay cambios cosméticos, pero en la base nada cambia: 14 universidades privadas y una pública, pero solo el tres por ciento de la población accede a educación superior. ¿Dónde está el cambio?
¿Democracia? Hace ya casi 40 años que se cumple con el rito de ir a votar cada cuatro años para cambiar autoridades. Podría decirse que se salió de la “transición” y estamos en la “democracia plena”, por lo tanto: gran cambio. ¿Lo es? La situación actual, con una mafia que no quiere dejar el gobierno, lo demuestra.
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