Por Andrés Mora Ramírez*
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
Más de cinco lustros después que el triunfo electoral de Hugo Chávez inaugurara una nueva época en la política venezolana -y en América Latina en general-, la Revolución Bolivariana sigue librando batallas en lo que ha sido su terreno de disputa hegemónica e impulso a transformaciones: la democracia participativa sostenida por el voto popular, libre y universal.
En esa línea, la onda expansiva de la victoria del pasado 15 de octubre, en las elecciones de gobernadores y gobernadoras, sigue derribando el castillo de naipes que las viejas y nuevas élites de la derecha construyeron en torno a la llamada Mesa de la Unidad Democrática (MUD), a la que Washington no dudó ni un instante en darle reconocimiento político y financiamiento para sus planes desestabilizadores.
La juramentación ante la Asamblea Nacional Constituyente de tres gobernadores de la oposición electos, pertenecientes al Partido Acción Democrática (de Henry Ramos Allup), precipitó lo que ya muchos analistas previeron que ocurriría, más pronto o más tarde, tras el fracaso del terrorismo callejero al que apeló la MUD como estrategia golpista, y el contundente rechazo de la sociedad venezolana a tales prácticas.
Al grito de “¡traición!”, el excandidato a la presidencia Henrique Capriles Randonski, y la polémica exdiputada María Corina Machado, abandonaron el barco de la MUD y es incierto el panorama para las agrupaciones de derecha, especialmente de cara a las elecciones presidenciales y de alcaldes.
En este escenario de fracturas y acusaciones, el Parlamento Europeo, por iniciativa de los partidos liberales (derecha), otorgó a la oposición venezolana -representada por los dirigentes Julio Borges, Leopoldo López y Antonio Ledezma-, el Premio Sájarov “a la libertad de conciencia”. Lo que pretendía ser un espaldarazo de sus socios europeos, acabó pareciéndose a un homenaje póstumo a la alianza opositora.
Lo cierto es que la MUD terminó por revelarse en su real dimensión, es decir, la de un inverosímil y entreverado conjunto de formaciones al que sólo mantenía unido su furioso odio de clase (con tintes de racismo) a los sectores populares y todo aquello que evoca al chavismo.
Algunos de los partidos que constituyeron esa alianza son herederos de la decadente Cuarta República (“moribunda”, como la definió Chávez en su juramento presidencial de 1999), y exponentes del personalismo radical, -pero vacío de contenido democrático- que Washington alimentó durante años como fieras de caza a su servicio.
Sin duda, sus dirigentes necesitarán mucho trabajo para recomponer las piezas del rompecabezas, que hoy están desparramadas en el tablero de las disputas por el poder, el protagonismo y la sobrevivencia política.
Antidemocrática y antinacional, proimperialista y neoliberal, la oposición venezolana carece de un proyecto popular orientado hacia el beneficio de las grandes mayorías y el resguardo de las conquistas sociales que, les guste o no, son incuestionables avances en materia de desarrollo humano, forjados por la Revolución Bolivariana. Su praxis es la violencia, y su discurso las promesas de un futuro que recuerda el pasado de exclusión y desigualdad al que el pueblo venezolano, en reiteradas ocasiones y de forma mayoritaria, ha dicho nunca más.
Ahora el chavismo, como fuerza política real y telúrica, tiene la posibilidad -y la responsabilidad histórica- de rectificar errores y afinar el rumbo emancipador, corregir políticas públicas y monetarias que no están cumpliendo el objetivo superior de garantizar el bienestar común, y profundizar el proceso revolucionario con miras a la construcción de alternativas anticapitalistas sostenibles en el tiempo.
Para ello, un primer paso imprescindible será vencer la guerra económica con la que, desde adentro y desde afuera, sus enemigos pretenden asfixiar el proceso bolivariano. Ojalá lo logren: nada es más necesario en esta hora oscura y turbulenta de nuestra América.
ag/am