Por Andrés Mora Ramírez *
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
América Latina parece sacudirse los fardos de la restauración neoliberal conservadora -lanzados sobre su espalda en el últimos lustro- que tuvieron en la seguidilla de triunfos de Mauricio Macri (Argentina), Jair Bolsonaro (Brasil) y Lenin Moreno en Ecuador, con su antológica traición al proyecto de la Revolución Ciudadana, los emblemas de lo que la derecha regional celebró como su propio cambio de época.
Hay elementos que sugieren que el aliento transformador de inicios de este siglo no se ha agotado todavía: a la victoria electoral que, en 2018, llevó a la presidencia de México a Andrés Manuel López Obrador, se suma ahora el contundente resultado obtenido por el Frente de Todos en Argentina, encabezado por Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner en las elecciones primarias del pasado 11 de agosto (obtuvo más del 47% de los votos), que auguran un triunfo arrollador en los comicios presidenciales del mes de octubre y, con ello, el final de los escabrosos días de Macri y su gobierno de CEO.
Así, en menos de dos años, en dos países que representan la segunda y tercera economías latinoamericanas, respectivamente, el pueblo habría dicho ¡basta ya! a la continuidad y profundización del proyecto neoliberal y su entreguismo antinacional descarnado.
Pero no es este el único dato para tomar en cuenta, también en octubre se celebrarán elecciones para elegir presidente en Bolivia y Uruguay donde, de confirmarse las tendencias que perfilan encuestas y estudios de opinión, asistiríamos a la renovación del mandato de Evo Morales y el Movimiento al Socialismo, y de Daniel Martínez como nuevo líder del Frente Amplio uruguayo.
Se configuraría así un escenario que invita al optimismo sobre el renacer de procesos políticos que retomen el camino abierto por los gobiernos del llamado “giro progresista”, y que avancen -corrigiendo errores y limitaciones de la experiencia previa- en la línea de las luchas antineoliberales y las reivindicaciones nacional-populares de unidad, integración, soberanía y autodeterminación de nuestros pueblos.
Un nuevo tiempo podría abrirse en el atribulado siglo XXI latinoamericano. Como lo explicó en su momento Álvaro García Linera, vicepresidente de Bolivia, la coyuntura de los últimos años invita “a pensar que estamos ante el fin de la primera oleada y que estamos viviendo un repliegue cuya duración se extenderá por meses o años. No lo sabemos con precisión.
“Sin embargo está claro que, como se trata de un proceso que aún no ha agotado su potencial ni resuelto las causas más profundas que lo llevaron a manifestarse, tendremos una segunda oleada que intentará ser el escenario de resolución de las demandas y necesidades históricas que permitieron el estallido de la primera y que todavía no han sido ni serán satisfechas en el escenario de este repliegue restaurador”.
Llegados a ese punto, lo que se impone es “prepararnos para las batallas en este escenario de repliegue temporal de la oleada revolucionaria, debatir abiertamente qué cosas se hicieron mal en la primera oleada, en qué se falló, dónde se cometieron errores y qué faltó hacer a fin de enmendar estas debilidades y comprometerse, de manera práctica y también inmediata, para que cuando se dé la segunda oleada, los procesos revolucionarios continentales puedan llegar mucho más lejos y mucho más arriba de lo que lo hicieron en la primera oleada”.
Es, en este contexto de posibilidades, como debe leerse la actual arremetida del gobierno de los Estados Unidos contra Venezuela, y su opción por la fuerza militar y el estrangulamiento económico, en detrimento del diálogo y la negociación.
Las declaraciones del jefe del Comando Sur, el almirante Craig Feller, durante una reciente visita a Brasil para el desarrollo de los ejercicios militares conjuntos UNITAS, en las que advirtió que la marina estadounidense está lista “para hacer lo que sea preciso” y para “implementar decisiones políticas” contra el gobierno de Nicolás Maduro, evidencian que la Casa Blanca perdió la paciencia -y, por supuesto el respeto a los principios fundamentales del derecho internacional-, y apuesta sus fichas al derrocamiento del mandatario venezolano, al precio y por las vías que sea, en momentos en que su estrategia de aislamiento y chantaje diplomático se debilita cada día más.
No olvidemos que sin México, sin Uruguay ni Bolivia -y posiblemente sin Argentina en cuestión de unos meses- foros como el de la OEA o el improvisado Grupo de Lima devienen burdas representaciones teatrales del imperialismo, cuya tramoya es sostenida precariamente por los habituales aliados de Washington en América del Sur (Colombia, Chile) y, por supuesto, los débiles y amenazados gobiernos centroamericanos.
El apremio de Washington por resolver la cuestión venezolana, y derrotar la tozuda resistencia del gobierno de Maduro y su pueblo, apoyados por sus socios estratégicos, China y Rusia, se explica también por la cercanía de la carrera electoral de los Estados Unidos, donde se elegirá nuevo presidente en noviembre de 2020. Si no logra ofrecer a los votantes los botines de guerra del petróleo venezolano, y más grave aún, si se consolida una recomposición de la correlación de fuerzas políticas en el espacio interamericano, negativa a los intereses norteamericanos, Donald Trump sufriría un golpe importante en sus aspiraciones a la reelección.
No porque América Latina ocupe un lugar de privilegio en las condiciones actuales del debate electoral en la sociedad estadounidense, centrada en otra clase de problemas, sino porque una hipotética derrota de la Revolución Bolivariana, acompañada de un despliegue militar y su correspondiente estridencia mediática, puede ser capitalizada en el campo más amplio de la lucha ideológica como un triunfo sobre Vladimir Putin y Xi Jinping. Nuestra América es, entonces, el escenario de un pulso con repercusiones a escala global.
Tal es la clave de nuestro tiempo, tal es nuestra circunstancia.
ag/am