Por Julio Yao
De la narración de Stella Calloni se infiere que la Operación Cóndor no estuvo nunca aislada de la Seguridad Nacional en el pre Cóndor ni después, como con la Operación Colombo de 1985. Estimo que así fue, pues antes y después de la Operación Cóndor propiamente dicha hubo secuestros, desapariciones y asesinatos. Aunque no estuviese involucrado el Cono Sur, Estados Unidos siempre contó con esbirros en México, Centroamérica y el Caribe. De otro modo, ¿cómo explicar el golpe a Jacobo Arbenz, el apoyo a Anastasio Somoza, el golpe militar en Panamá del 11 de octubre de 1968 y el atentado a Omar Torrijos en 1981?
Muchas veces me he preguntado por qué, si no fui ni soy una figura importante de la política latinoamericana, la CIA me persiguió y acosó en Panamá durante tres años (1966-1968); me encarcelaron los militares por tres meses (octubre-diciembre de 1968) en celda de castigo, cuando Boris Martínez y no Omar Torrijos, mandaba. ¿Por qué el G2, luego de liberarme el 9 de diciembre de 1968, me intentó capturar nuevamente a principios de enero de 1969, bajo la amenaza del teniente coronel Alejandro “el Fulo” Arauz de «no dejarme salir vivo de la Cárcel Modelo la próxima vez»?
¿Por qué el gobierno de la Zona del Canal, estando yo refugiado allí, intentó desterrarme en un barco de la bananera United Fruit Company hacia EEUU.? ¿Por qué y para qué el presidente de la Corte Suprema y el gobernador de la Zona del Canal me invitaron a ser su huésped en sus residencias?
Mi único rol fue oponerme a las injusticias contra Panamá a través de mis escritos en la prensa y protestas desde los ocho años de edad, pero, a pesar de participar en Vanguardia de Acción Nacional (VAN) — un movimiento patriótico y amplio que dirigía Jorge Turner (esposo de mi hermana Lilia Yau)- jamás advoqué un movimiento guerrillero. De hecho, rechacé participar en 1959 en el improvisado alzamiento del Cerro Tute en la provincia de Veraguas, inspirado en la revolución cubana, ya que aquí no existían las condiciones objetivas.
Por esa razón, no comprendí por qué el G2 del “Fulo” Arauz me responsabilizó, al momento de liberarme el 9 de diciembre de 1968, de ser “el cerebro de la guerrilla”, acusación absurda contra alguien que se había casado el día anterior de su detención.
La única vez que tomé las armas y derribé una avioneta de EEUU. fue la noche del 9 de enero de 1964.
Es cierto que, al salir de la cárcel en 1968, los compañeros que sí se alzaron en armas me pidieron ayuda para medicinas, no para armas. Cumplí con los compañeros, pero me la negaron algunos conspicuos miembros de la clase media supuestamente nacionalistas.
La única razón que se me ocurre es que mi conocimiento de la historia y el Derecho Internacional de las relaciones entre Panamá y EEUU. se había convertido, sin exageración alguna, en un factor subversivo para la seguridad nacional del imperio en Panamá que debía ser reprimido.
Para constancia histórica, paso a relatar detenidamente lo que me ocurrió en La Haya entre mayo y diciembre de 1970. Ello servirá para determinar si ese periodo se relaciona de alguna manera con el “pre Cóndor” que menciona Stella Calloni o acaso con otro plan.
Era obvio que la CIA me tenía marcado si no me sometía porque mis conocimientos y experiencias eran un arma peligrosa contra los intereses norteamericanos en Panamá, tal como se verificó con mi papel en la Declaración Tack- Kissinger de 1974 (la cual redacté) y el Tratado del Canal de 1977, fruto de aquélla.
Fue por ese comportamiento mío que, accionada por John Fosdick, la CIA me secuestró en mayo de 1970 en Washington durante una gira académica del Instituto de Estudios Sociales de La Haya (ISS) al Departamento de Estado para interrogarme en un apartamento que “arreglaron” para ese propósito.
Afortunadamente, me escapé, me escabullí, de John Fosdick y de la Universidad George Washington, mientras pretextaba tomar un café.
Tomé el primer taxi que pasaba y regresé a mi hotel, el Dutch House Hotel. Al llegar, me percaté de que habían revisado y requisado todas mis pertenencias. El staff de mi instituto se quejó infructuosamente ante la Cruz Roja Internacional, supuestamente nuestra garante.
El instituto del cual me secuestraron Fosdick y un segundo agente era el Instituto de Política Exterior (crítico) de Barnett, el mismo donde laboró Orlando Letelier, ministro del presidente Salvador Allende, antes de que lo asesinaran con una bomba debajo de su auto en Washington en 1976 en el sector de las embajadas.
El responsable fue el cubano terrorista Luis Posada Carriles, quien en 2013 intentó asesinar al presidente Fidel Castro en la Universidad de Panamá. Mi familia y yo estábamos entre el público. La presidente de Panamá, Mireya Moscoso, indultó ilegalmente a Posada Carriles a instancias del jefe del Pentágono, Colin Powell.
Pregunto: ¿qué habría ocurrido si no me hubiera zafado de esa trampa en la Universidad George Washington?
A mi regreso a Holanda, la CIA envió a La Haya a dos agentes (un panameño y un colombiano) para intentar sobornarme o, en caso de negarme, eliminarme.
Ellos llegaron por recomendación del Cónsul de Panamá en Amsterdam, Eduardo Isaza, quien me manifestó que algunos panameños “habían perdido sus documentos personales” y que se encontraban sin dinero. Me pidió que los ayudara. En efecto, de buena fe les conseguí alimentación y alojamiento gratis en el ISS. Sin disimulo, enseguida empezaron a intentar sobornarme con todo tipo de ofrecimientos, desde negocios hasta la embajada de Panamá en cualquier país de Europa.
“Usted debe tener algún sueño o aspiración. ¿Cuál?”, me preguntaron. Como un sarcasmo, les dije que en el anuario de mi escuela secundaria (norteamericana y Metodista) había escrito (fue cierto) que aspiraba a tener una gran cría de cerdos Duroc Jersey. Los agentes se alegraron y me prometieron conseguir los terrenos, el financiamiento, los insumos y hasta comprarme toda la producción de chanchos. Me ofrecieron tanto o más de lo prometido por Fosdick, y ese hecho me hizo pensar en cuán fácil es venderse al enemigo si no se tienen principios.
En Washington, como en Panamá antes, Fosdick había ofrecido becarme hasta el doctorado en las mejores universidades de EEUU., Suiza y Japón; colocarme en un alto cargo en Washington; que yo podría ser “su Ricardo J. Alfaro» para EE.UU.”, tal como el jurista lo había sido para Panamá. Esa confesión espontánea me entristeció y dejó un sabor amargo.
Los agentes ocupaban la habitación contigua a la mía en un tercer piso del Palacio de la Reina Juliana. Una medianoche sonó el teléfono del pasillo, totalmente desierto en vista de que muchos estudiantes viajaron a Europa por las vacaciones de verano. Yo me quedé estudiando.
La llamada era del cónsul don Eduardo Isaza, quien había recibido un mensaje para el panameño (un abogado de la Guardia Nacional, antecesora de las Fuerzas de Defensa de Panamá). Era un mensaje en clave que a la letra decía que “cerrara la transacción” si yo rehusaba aceptar los ofrecimientos. Me dijo: “cuídate de esos sujetos.”
Cuando los llamé para que tomaran la llamada en el pasillo y hablaran con el Cónsul, lo hicieron. Al rato, llamaron a mi puerta. En la tensión, pensé lanzarme desde el tercer piso amarrado con una cuerda hecha con sábanas, ya que ellos me cerraban el paso. Pero decidí hacerle frente al peligro y les abrí la puerta. Abruptamente, el colombiano empujó la puerta y se sentó frente a mi máquina de escribir y leyó lo que yo estaba escribiendo. A lo mejor, ellos sospechaban que yo estaba comunicándome con la “guerrilla”. ¡Así son de estúpidos los espías!
Le grité al colombiano que se largara de mi cuarto. Entonces, el compatriota me dijo: “Estamos preocupados porque tienes mucha tos, y te traemos estas cápsulas para el resfriado”. Agarré las pastillas, les di las gracias, y dije que me las tomaría más tarde en el “Common Room” con una bebida.
Insistieron: “Tómalas delante de nosotros para nuestra tranquilidad.” Me planté firme e insistí en que me las tomaría más tarde. Se fueron, y yo esperé hasta que todo se tranquilizara. Pensando que tomarían alguna medida de fuerza contra mí, recogí mis documentos y corrí hacia el apartamento de mi profesor, Godfried van Benthem van den Berg, quien era el Warden o Administrador del Palacio y vivía en el mismo piso que yo.
Al llegar, el profesor y su esposa me recibieron calurosamente. Luego de relatarles lo sucedido y darles las cápsulas para examinarlas, me ofrecieron un té tradicional de Holanda para resfriados. Acto seguido, mi profesor me hizo prometer que guardara como un secreto lo que iba a ver ya que eso estaba absolutamente prohibido.
Enseguida me hizo pasar al salón de baño de la reina Juliana para que me refrescara. La tina de baño de la reina era inmensa y como de oro sólido; había una decena de lavamanos alineados, todos con perfumes; varias duchas individuales; pinturas finas en cuero repujado, pegadas a las paredes y otros objetos y detalles tan hermosos como sorprendentes.
Al amanecer, mi profesor me dio instrucciones para viajar en tren hacia el norte, al otro extremo del país (La Haya está al sur), en los llamados “polders”, tierras recuperadas del mar. Allí me debía alojar con una familia campesina en una finca de papas durante varios meses antes del inicio de la maestría en Ciencias Sociales.
Semanas después, hice una llamada al ISS y Marianne, la recepcionista amiga mía, preguntó sorprendida: “Julio, ¿dónde está usted? Todos en el Instituto preguntan por usted, especialmente sus ‘amigos’. El día que usted desapareció, ellos me pidieron comunicarnos con la embajada de EEUU. Llamé y al rato un auto de la legación, que portaba una bandera de EEUU., se los llevó”. Se confirmaron mis sospechas.
Yo debía reintegrarme a la Maestría en Ciencias Sociales. El rector del ISS era el Dr. Glastra van Loon, Héroe Nacional de la Resistencia antifascista durante la Segunda Guerra Mundial. El rector no podía permitir que me persiguieran y me facilitó emplear un apartamento de la reina Juliana. El apartamento era totalmente desconocido para todos: profesores, estudiantes y funcionarios del Palacio.
Mi nuevo hogar estaba fuera de la vista; tenía salidas y entradas secretas que daban a la calle, las cuales me permitían vigilar sin ser visto y me conectaban con el “Jardín de la Reina” o “Queen’s Garden”, pasando bajo tierra. El apartamento, que estaba en el subsuelo debajo de los estacionamientos, me permitía ver la entrada del ISS. Allí mis perseguidores montaron guardia día tras día bajo sol, agua, granizo y nieve, entre mayo y diciembre de 1970, con la esperanza de darme caza.
Hubo momentos de máximo peligro. En una ocasión, salí de mi escondite acompañado por un gran camarada, mi condiscípulo y profesor Mike Wilson, un sudafricano del movimiento de Mandela que había sido expulsado de Sudáfrica, al igual que a mí.
Cierta vez, Mike y yo tomamos un tranvía, y al mismo subió súbitamente el agente panameño como salido de la nada. En otra ocasión, Mike y yo fuimos a la estación del tren a París y, cuando comprábamos los boletos, el sabueso apareció junto a nosotros.
Finalmente, el gobierno expulsó del país a los agentes de la CIA, no a la Agencia, el 31 de diciembre de 1970.
Un conocido defensor de los derechos humanos en Holanda, al percatarse de mi situación apremiante, me sugirió hacerme acompañar por dos sudafricanos bajo su protección como guardaespaldas y me sugirió que, en mi defensa, éstos podrían eliminar a los agentes antes de que ellos me eliminaran a mí. No lo aprobé.
Durante mi estancia en Holanda, algunos latinoamericanos de izquierda (dominicanos y cubanos) fueron asesinados misteriosamente. El cubano era diplomático en París, mas su nombre se me escapa.
En 1971, estando yo en Madrid en el exilio, el general Omar Torrijos quiso saber mi opinión sobre los tres proyectos de tratados que el gobierno había negociado con EEUU. Le respondí, luego de analizarlos, que debían echarlos a la basura: Panamá necesitaba uno que abrogara el tratado de 1903, eliminara la Zona del Canal y las bases militares, traspasara el Canal a nuestro país y respetara nuestra independencia.
Meses después, en agosto de 1972, el canciller Juan Antonio Tack me nombró como su Asesor Personal y del general Torrijos. Desde entonces, la CIA dejó de perseguirme.
Los riesgos, amenazas y peligros reseñados los asumí en defensa de los más caros intereses nacionales de Panamá. No quería que nada impidiera u oscureciera mis ideales desde niño, de darlo todo, incluyendo mi bienestar y felicidad personal, en el altar de la Patria.
rmh/jy