Por Andrés Mora Ramírez*
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
En diciembre 1998, Hugo Chávez ganó las elecciones presidenciales en Venezuela, en unos comicios cuya importancia sólo hemos logrado dimensionar con el paso del tiempo. Con el triunfo del dirigente bolivariano irrumpía en la historia de América Latina una nueva fuerza política, telúrica y combativa, de hondas raíces populares, que rápidamente se puso en el foco de atención de todo un continente, asfixiado por los ajustes neoliberales, el entreguismo de las oligarquías, la pobreza y la desigualdad social, y el sometimiento al dictum imperial sintetizado en el imperativo de construcción del proyecto panamericanista del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA).
En aquellos años, el mapa político de la región aparecía dominado de manera incontestable por el neoliberalismo criollo, que exhibía a sus paladines sin rubor, en lo que hoy nos parece una galería del horror.
Basta con recordar que, en Argentina, Carlos Menem se encaminaba al ocaso de un mandato de 10 años caracterizado por las privatizaciones de servicios públicos, las empresas y los recursos naturales estratégicos, así como por la subasta del país al mejor postor y la consolidación de las relaciones carnales con los Estados Unidos; en Brasil; gobernaba Fernando Henrique Cardoso pero mandaba el Fondo Monetario Internacional con la ortodoxia de las políticas de ajuste y austeridad; y en México, Ernesto Zedillo gestionaba el TLCAN sin hallar aún la prometida puerta de entrada al Primer Mundo y portando sobre sus hombros las sombras de la matanza de Acteal y de su designación como candidato presidencial, tras el asesinato de Luis Donaldo Colosio en 1994.
En Perú campaba todavía el genocida Alberto Fujimori; en Ecuador Jamil Mahuad no solo cedió la base de Manta a los Estados Unidos, en el marco del Plan Colombia: también prendió la mecha de una crisis financiera sin precedentes que entrañó $6000 millones de dólares de las reservas del Estado para salvar bancos privados, y acabó en una sangría incontenible de las finanzas públicas, el cierre de numerosas entidades bancarias y detonó un doloroso flujo de migrantes ecuatorianos que salieron de su país en busca de oportunidades.
En Centroamérica todavía estaban frescas la tinta con la que se firmó el último acuerdo de paz en Guatemala y las esperanzas -que hoy reconocemos ingenuas- de unas sociedades “cuyas legítimas aspiraciones de paz y de justicia social, de libertad y reconciliación han sido frustradas durante muchas generaciones”, según reza el texto del Acuerdo de Esquipulas de 1987.
El informe Panorama social de América Latina 1999-2000, publicado por la CEPAL, concluía que “hacia fines de los años noventa las encuestas de opinión muestran que porcentajes crecientes de la población declaran sentirse sometidas a condiciones de riesgo, inseguridad e indefensión. Ello encuentra sustento en la evolución del mercado de trabajo, el repliegue de la acción del Estado, las nuevas formas institucionales para el acceso a los servicios sociales, el deterioro experimentado por las expresiones tradicionales de organización social (…) En estas condiciones, la mayoría de los hogares de América Latina están expuestos a importantes grados de vulnerabilidad social” (pp. 16-17).
Y entonces ganó Chávez, que desde mediados de la década de 1990 venía pregonando la necesidad de forjar “un proyecto estratégico continental de largo plazo”, que permitiera el desarrollo de un modelo económico y político alternativo, soberano y complementario para la región; “una asociación de Estados latinoamericanos (…) que fue el sueño original de nuestros libertadores”, decía el comandante de Barinas, “un congreso o una liga permanente donde discutiríamos los latinoamericanos sobre nuestra tragedia y sobre nuestro destino”, para hacer del siglo XXI “el siglo de la esperanza y de la resurrección del sueño bolivariano, del sueño de Martí”.
Lo que pasó después es un capítulo fresco en nuestra memoria, sobre el que no todo está escrito todavía. Pero cabe preguntarnos: ¿cambió algo en América Latina en estos años? ¿Es posible mirar con orgullo aquel período de ebullición creativa y de convergencia latinoamericanistas, inédito en dos siglos de vida republicana? Por supuesto que sí. En ese largo itinerario de la esperanza y la emancipación que es la lucha social, en nuestra viaje colectivo de la semilla al árbol poderoso -parafraseando al poeta Roque Dalton-, nada ha sido en vano y todo fue necesario.
Hace 20 años se inició ese camino que en nuestros días, a pesar de los retrocesos y los obstáculos, sigue señalando el rumbo de la búsqueda y construcción, desde aquí, desde nuestras propias realidades, de las alternativas civilizatorias que reclama, con urgencia, el futuro. Mucho queda por estudiar y aprender de eso que algunos llamaron el giro progresista, y que nosotros entendemos como el auge y reivindicación de lo nacional-popular nuestroamericano.
Especialmente importante será profundizar y comprender la naturaleza de los procesos y dinámicas políticas, económicas y culturales que llevaron a las izquierdas, de la resistencia y la acumulación de fuerzas, al acceso al poder y la construcción de articulaciones nacionales y regionales. Porque, a diferencia de lo que cantara Gardel, estos veinte años significan mucho: conforman nuestra historia viva, el sustrato de las lucha del presente, frente a los colosales desafíos que la coyuntura actual perfila en el horizonte de nuestros pueblos.
ag/amr