Por Andrés Mora Ramírez *
Para Firmas Selectas de Prensa Latina
La escena corresponde al pasaje final de Sepulcros de vaqueros (2017, Alfaguara), del escritor chileno Roberto Bolaño: en la mañana del 11 de setiembre de 1973, el joven Arturo Belano despertó abruptamente con los gritos del dueño de la casa en la que se alojaba, en un barrio de clase trabajadora de Santiago.
Los militares se habían levantado; el golpe estaba en marcha. Belano había regresado a su país tras una corta estancia en México, la tierra de su padre, donde sus devaneos literarios y existenciales le develaron una certeza: «todos los latinoamericanos deberíamos ir a Chile a apoyar la revolución».
Tras la noticia de la asonada militar, el joven, acompañado de dos socialistas de 15 y 17 años, acudió presuroso a la casa de un obrero comunista donde estaba instalada la célula del Partido y, según se decía, «estaban repartiendo armas y coordinando la acción de todos los grupos de izquierda».
Las noticias fluían contradictorias entre sí, mientras casi una veintena de jóvenes esperaban órdenes y apuraban la incertidumbre de la jornada con tazas de té. Después de varias horas, cuando por fin llegó el jefe de la célula, se le asignó a cada voluntario una calle para vigilar los movimientos de los ultraderechistas.
«Cuando pregunté a qué ultraderechistas tenía que vigilar, no supieron qué contestarme», decía Belano, mientras recordaba que pasó dos de las peores horas de su vida «sentado en una calle vacía, en plena contemplación de la nada». ¿Quiénes eran y dónde estaban los enemigos? «En la casa o las casas de los ultraderechistas no se observaba movimiento alguno, ¿para qué? El trabajo lo estaban haciendo otros, y a juzgar por los aviones que de vez en cuando veía pasar como en un sueño, de una nube a otra, de forma impecable», concluía el relato del protagonista.
Desde su registro literario, al límite de la ficción, el texto de Bolaño es una alegoría del drama histórico de las izquierdas en el último tercio de siglo XX, que no hemos logrado resolver todavía en el siglo XXI cuando, una vez más, los pueblos de varios países de América Latina han ensayado procesos políticos con aspiraciones de transformación social, económica y cultural, por la vía de las urnas.
Pero, como le sucedió a Salvador Allende en Chile, los golpes de Estado -de viejo o nuevo cuño, duros o blandos- truncaron abruptamente estas experiencias de cambio, sin posibilidad de revertir ese sino desde el campo popular. Así ocurrió en Honduras (2009), en Paraguay (2012), en Brasil (2016) y ahora también en Bolivia (2019). Y se habría consumado un idéntico final en Venezuela, en 2002, de no ser por la valentía de un puñado de jóvenes militares bolivarianos y del pueblo que bajó de los cerros para exigir el regreso del presidente constitucional Hugo Chávez.
¿Cómo se defiende una revolución, un proceso democrático de cambio, cuando los principios de la democracia liberal, que hemos asumido como forma de organización de la vida política e institucional en nuestras sociedades, especialmente después de la tenebrosa experiencia de las dictaduras militares, no son respetados por aquellos actores que, desde las usinas mediáticas, las tribunas políticas o los púlpitos religiosos, se (auto) proclaman como sus defensores?
¿Qué aprendimos de nuestra historia de tragedias y traiciones? ¿De qué sirvieron tantas muertes y desapariciones, tanto dolor que nunca fue consolado? Estas preguntas gravitan en el aire de nuestra América ahora que, una vez más, entre protestas populares y la elección de nuevos presidentes, entre levantamientos contra los regímenes neoliberales y un golpe de Estado que liberó viejos y nuevos fantasmas, se encuentra en curso una reconfiguración del mapa político regional.
Cual partida de ajedrez, los avances en un lugar dan pie a retrocesos en otro, y la pérdida de piezas clave en una movida poco afortunada, nos alerta sobre la falta de visión estratégica para la defensa de nuestras posiciones. Ecuador y Chile, México y Bolivia, Argentina y Uruguay son algunos capítulos de esta batalla que recorre el continente, y que requerirá audacia y creatividad de parte de las izquierdas latinoamericanas para oponerse al coletazo de la restauración neoliberal conservadora que, de la mano de Washington y la OEA, intenta prevalecer en medio de la crisis y la conmoción social.
La complejidad de la coyuntura en la que estamos inmersos demanda, además, el realismo necesario en la praxis para reconocer, a tiempo, las tramas que urden los poderes fácticos y responder oportunamente, sin ingenuidad ni impericia, a las intrigas y planes golpistas fraguados durante meses casi en las narices de los gobiernos legítimamente electos.
Como sucedió en todos los casos que mencionamos antes. «Ya no podemos ser un pueblo de hojas, que vive del aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según acaricie el capricho de la luz, o la andan y talen las tempestades; ¡Los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas!», expresó el maestro José Martí en 1891, en su ensayo Nuestra América.
Y nada es más cierto en nuestros días: sin construir el poder popular y las capacidades políticas, económicas, culturales, y de cualquier otro orden que sea preciso, no podremos hacer frente a las pretensiones de dominación de los restauradores de turno. Sea desde los gobiernos, sea desde la resistencia.
Ese dilema quedó retratado en dos hechos, casi simultáneos, que ocurrieron en la tarde del pasado día 10 de noviembre: mientras el Grupo de Puebla, organización política y académica que aglutina al nuevo progresismo latinoamericano, emitía en Buenos Aires una declaración en la que sus integrantes instaban «al compromiso público de respetar los mandatos en curso de todas las autoridades legalmente constituidas hasta la asunción de los nuevos gobernantes elegidos por el pueblo boliviano, bajo el nuevo proceso electoral, en base al respeto integral de la constitución».
En La Paz, el alto mando militar le sugería al presidente Evo Morales -con un arma apuntando a su cabeza, quizás en sentido figurado, o quizás no, algún día lo sabremos- que presentara su renuncia al cargo. Invocamos la razón y la justicia, echamos mano de las palabras y la retórica para defender a un presidente, pero la derecha responde con la fuerza, la violencia y la muerte.
En 1892, en el diario Patria, Martí escribió unas líneas que conservan plena vigencia: «A un plan obedece nuestro enemigo: de enconarnos, dispensarnos, dividirnos, ahogarnos. Por eso obedecemos nosotros a otro plan: enseñarnos en toda nuestra altura, apretarnos, juntarnos, burlarlo, hacer por fin a nuestra patria libre. Plan contra plan».
Tal debiera ser nuestra consigna ahora, nuestra prioridad: construir el plan que, al neofascismo y al capitalismo depredador, oponga la utopía democrática, solidaria e incluyente de nuestra América. Sin ello, seguiremos viendo caer, una tras otra, las conquistas que nos llenaron de esperanza el inicio del siglo XXI.
ag/am