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sábado 15 de febrero de 2025

Dos personas en una

Por Frei Betto

Observo con frecuencia a personas intelectualmente eruditas, socialmente brillantes, poseedoras de insignes títulos académicos, que en la vida privada son irritables, destempladas, emocionalmente infantiles. No soportan críticas y mendigan elogios. En ellas existe una nítida división (y un conflicto) entre lo racional y lo emocional.

Al hablar ante un público son magistrales, se expresan con lógica, desentierran del fondo de la memoria citas atinentes. Pero en el espacio privado parecen negar todo su discurso público: tratan a los subalternos con indiferencia o superioridad, nunca le preguntan su nombre al taxista o al camarero, no muestran la menor disposición a sostener un minuto de conversación con la sirvienta o la mesera de su trabajo.

Muchas se declaran cristianas, discípulas de Jesús y, sin embargo, son ciegas a la dignidad de una persona en situación de calle.. Son una encarnación del dicho “haz lo que yo digo, no lo que yo hago”.

Recibí en el parlatorio del convento a la hija de una señora adinerada. Me vino a contar que cuando su madre se preparaba para asistir a la inauguración de una galería de arte no encontró una cadena de oro con un dije de esmeraldas. Tras una intensa búsqueda en la casa, presionó a la empleada doméstica que hacía ocho años que trabajaba en la casa para que le devolviera la joya. La mujer negó haberla robado, pero su llanto no fue suficiente para convencer de su inocencia a la patrona. Después de amenazarla con enviar la policía a su casa, la sirvienta fue despedida bajo una lluvia de insultos, entre ellos numerosas ofensas racistas.

La patrona en cuestión es profesora emérita de una prestigiosa universidad paulista.

Al día siguiente, la madre le contó el episodio a la hija, que acababa de regresar de Argentina. Perpleja, la muchacha le dijo: “Mamá, yo tengo el collar. ¿No te acuerdas que me lo prestaste para ir a la boda de fulana?”

Freud decía que no somos señores en nuestra propia casa. Se refería a la impotencia del yo con respecto a las pulsiones. Si el consciente es racional, el inconsciente es pulsional, se mueve al compás de las emociones.

No es fácil mantener el equilibrio entre la razón y la emoción. La razón habita el territorio del intelecto, la emoción el del afecto. La razón me puede decir que debo ahorrar dinero para gastos futuros. La emoción me induce a comprar algo costoso, pero que realza mi estatus social. El desafío consiste en evitar que la razón conduzca a decisiones inhumanas y que la emoción provoque impulsos de consecuencias nefastas. Lo ideal es que la razón controle a la emoción como el dueño controla a su perro.

Todos tenemos un lado apolíneo y otro dionisíaco. Apolo y Dionisio eran hijos del mismo padre: Zeus. El primero era el dios del buen sentido y la razón; el segundo, el de la locura y la transgresión. Mantener el equilibrio de esa polaridad es señal de madurez. Sin embargo, no siempre es fácil juntar sueño y realidad, delirio y sapiencia, como Don Quijote.

A las personas excesivamente emotivas que se desahogan conmigo les aconsejo la meditación. Contener la imaginación, sujetar los impulsos, tratar de ver la situación desde el punto de vista del otro siempre ayuda a no perder la serenidad y el equilibrio. Y a los excesivamente racionalistas les sugiero la música y, en especial, el baile. Bailar es hacer poesía con el cuerpo.

rmh/fb

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